Visité hace días con un amigo la casa de sus abuelos. Estaba cerrada y con evidentes signos de abandono, pero él conservaba vivos y nítidos los recuerdos de cuando era niño. De la charla que mantuvimos y de la impresión que me causó esta visita surge este poema.
Está la vieja casa tan vacía
que hasta mi voz se da la vuelta
en sus estancias solitarias
y regresa con ecos temblorosos
a alojarse de nuevo en mi garganta.
Hay jaramagos secos en el patio
donde ayer había macetas
por cuidadosas manos cultivadas.
Una capa de polvo cubre
las fotos de los que se fueron
y alguna telaraña cuelga
en los rincones de la sala.
Sigue la luz dorada de la tarde
entrando por la puerta del poniente,
donde antaño en otros días dichosos,
refulgían los bastidores
de excelentes bordadoras.
Risas de niños iban y venían del juego
a por la jícara de chocolate
y a echarse el agua del botijo a pecho.
De aquella vida que bullía alegre
sólo quedan recuerdos.
Faltan ya los referentes
que alegraron nuestra infancia.
Cuando el sol se está poniendo me marcho.
Chirrían los goznes con el óxido
y al echar la llave
mi corazón, de par en par,
abre las puertas de sus sentimientos.