Eduardo Naranjo “El sueño de las musas”
La cama es el lugar donde los sueños construyen con espumas verticales torreones que alba desvanece y el sosiego naufraga como bajel sin timonel en el inquieto mar de los insomnios. Tálamo donde el río impetuoso del deseo desemboca sus efluvios en el tranquilo lago de Morfeo. Allí se alumbra la vida que arriba con gozoso llanto desde el fondo oscuro y acuoso de las madres. Es regazo y refugio para la mente enferma de tristeza que huye de la luz y del bullicio. Lecho en el que el brazo vigoroso del arado voltea reparador la besana del descanso y patena donde la vida ofrece su forzada gabela a los alcabaleros de la muerte.
Nos forja, nos moldea y nos entrega. Allí nacemos, soñamos, sufrimos, amamos, descansamos, ocultamos tristezas y partimos.
Desde aquella cuna de niño con cuatro esquinitas que velaban ángeles custodios, donde recitábamos el “Bendito” que nuestra madre nos dictaba, hasta la última que nos acoja, pasando por la del colchón de lana al que había que deshacer el molde de nuestro cuerpo cada día, la cama es el lugar más íntimo y reservado.
Se nos hacia tan larga la espera la Noche de Reyes y tan fina era la frontera entre la realidad y la fantasía que en la duermevela ilusionada e impaciente veíamos a los de oriente y a sus pajes entrar en la sala y dejar el balón en la caja de zapatos.
En la cama sufrimos las primeras pesadillas, encogidos en forma de cuatro, sudorosos de miedo y acelerados de pulsaciones. Nuestro desbordado subconsciente infantil alimentado de fantásticas historias afloraba en medio del sueño llenando la estancia de monstruos que nos perseguían mientras huíamos enredándonos los pies en la maleza. Despertábamos sobresaltados de angustia que nuestros padres calmaban ahuyentando miedos infundados.
La cama de la agitada adolescencia, trenzando amores con palabras y miradas que nos traíamos deshilvanadas de la calle y donde proyectamos el futuro de nuestras aspiraciones.
Desde lugar tan confortable escuchamos caer el agua de canales y sentimos el silbo del viento en los cables del tendido en aquellas madrugadas de temporales invernales. ¡Qué sensación más placentera sentirse protegido de las inclemencias entre el envolvente calor que nos ofrecían las mantas, cubiertos hasta las orejas!
En los días soleados de primavera nos sorprendía el alba echándonos monedas de oro sobre la colcha desde las rendijas de la ventana.
Henri de Toulouse-Lautrec, “En la cama”
Aún existe en el acervo popular la idea de que la muerte en la cama propia es, dentro de lo doloroso e irremediable del suceso, la forma más natural de terminar la existencia: murió en su cama, se dice con satisfacción.
Gabriel y Galán la sacralizó por el cruel dolor que la esposa amada había sufrido en ella la última etapa de su vida: “…cuidaito/ si alguno de esos/es osao de tocali a esa cama/ondi ella s’ha muerto:/la camita ondi yo la he querío/ cuando dambos estábamos güenos;/ la camita ondi yo la he cuidiao,/ la camita ondi estuvo su cuerpo/cuatro mesis vivo/y una nochi muerto.”