Junio

El columpio de Nicolás Lancret
El mes de junio marca el final de las tareas escolares.
Nos recomendaban los profesores que confeccionásemos un horario para parcelar tanto tiempo disponible y nos poníamos a la tarea por el gozo de imaginarnos ya de vacaciones. Distribuíamos las horas de juego, de sueño y de estudio o lectura. Nos decían que esos hábitos había que mantenerlos.
Los propósitos duraban hasta que nos íbamos el primer día a jugar al prado de la fuente. Regresábamos a nuestras casas cuando las luces del pueblo ya estaban encendidas y el lucero brillaba en el firmamento de tonos violetas. Al entrar por las primeras calles percibíamos el olor a tortilla recién hecha. Los labradores a mujeriega sobre las bestias regresaban del campo. Traían haces de espigas para echárselas en los pesebres. Salíamos a su encuentro para pedirles que nos dieran algunas. Estaban aún tiernos los vagos, los pelábamos y nos los comíamos.
Nuestros horarios naufragaban en el mar de los gozos. Jugábamos, comíamos y dormíamos.  Antes de acostarnos nos gustaba contemplar el cielo estrellado sentados en cualquier lugar de la calle. En el Camino de Santiago destacaban agrupadas en grumos de luz multitud de estrellas, como de leche cortada. Seguíamos las órbitas de los satélites artificiales y nos sorprendían las cicatrices blancas que dejaban las estrellas fugaces, como si alguien allá en lo alto hubiese frotado una cerilla en la bóveda.
Algunos días para quitarnos un poco de las horas de más sol nos íbamos a la casa de amigos que tenían columpios. Las de labor disponían de dependencias para cuadras con pesebres y pajares al final de la vivienda, tras los corrales.  Allí los hacían.  Eran el péndulo de un tiempo colgado en los maderos.  Como la soga molestaba en las posaderas le colocaban costales doblados. Otros incluso les ponían tablas forradas de telas. Si no había nadie que nos empujara nos íbamos para atrás con los pies en el suelo y nos dejábamos caer cogiendo impulso con el cuerpo que debía acompasar el ritmo y acelerar el bamboleo.
Las golondrinas hacían sus nidos pegados a los maderos. Entraban veloces a dar de comer a sus crías.  Las respetábamos porque nos decían que le quitaron las espinas a la cabeza de Jesús en el Calvario.
Cacareaban las gallinas al medio día. Nosotros, no sé con qué base, decíamos que cuando lo hacían era porque habían puesto huevos. Como la curiosidad infantil no tiene límites también queríamos saber dónde los guardaban y hacíamos nuestros experimentos para extraérselos antes de tiempo.
Junio abre sus puertas a la luz desde el orto temprano al ocaso tardío. Los vencejos bordan con su vuelo filigranas de hilo negro al manto azul del cielo acompañados de bulliciosos trinos en las mañanas antes de que caliente el sol y en las tardes cuando disminuye la flama. Maravillosas aves que duermen y aman en las alturas y nos limpian el aire de mosquitos.
Frontera entre la flor y los rastrojos es el mes de la plenitud de Ceres, que desgrana  espigas, y de san Juan, que le baila al sol y purifica en las hogueras. Aquelarre de brujas, cumbre de la luz que se desparrama por las horas y llega a los prolongados crepúsculos que se dan la mano por las espaldas de los montes.  

2 respuestas a «Junio»

  1. ¡Qué hermoso me parece junio desde tu escrito.Gracias por escribir tan bien y hacer que me traslade a mi tierra.¡Tantos recuerdos! Un abrazo,Juan Francisco

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