Jugábamos a la guerra sin saber que no era un juego. No teníamos una idea clara de que nuestros padres y abuelos habían sufrido una en la misma tierra que nosotros pisábamos y cuyas consecuencias tardarían todavía muchos años en desaparecer. Tampoco captábamos el alcance de la que el mundo padeció posteriormente. La segunda barbarie en poco tiempo. Las enciclopedias las resumían en pocas líneas. Azul y rojo y lecciones conmemorativas, pero el día a día quedó para quienes lo sufrieron directa o indirectamente.
Cuando somos niños diez años son una eternidad. De adulto, veinte no son nada, como dice el tango. Así que las guerras, a pesar del poco tiempo transcurrido entonces, estaban lejos para nosotros. Percibíamos solo a través de los suspiros y las conversaciones en voz baja de los mayores un atisbo al que le faltaban claves.
Nuestras armas en este juego eran sencillas. Podía servir un palo o un trozo de tabla como mosquetón. Los más habilidosos construían arcos con una vara de acebuche y una cuerda de abacal. Las flechas lanzadas no alcanzaban más allá de los tres metros.
El campo de batalla dentro del pueblo era la manzana de casas que daba a la Plazuela, el rincón de la misma y las esquinas que confluían a ella. O los alrededores de la iglesia. En estas luchas imaginarias el ruido de los disparos y los relinchos de los caballos los hacían nuestras gargantas y el acierto del tiro había que discutirlo con la víctima. ‘¡Estás muerto, te has asomado y te he visto! No, la bala me ha pasado por debajo del brazo’.
Solamente se admitía el acierto de la puntería contraria cuando jugábamos en las gavias, que hacían de trincheras, y en los prados del ejido. Dejarse caer como los actores de las películas en aquella superficie verde nos gustaba.
De las películas de indios copiamos las coronas, confeccionadas con plumas de gallinas. La cara la pintábamos con tizones.
Los caballos sobre los que montábamos eran palos con un trapo de crin y otro de cola. El galope lo ponían nuestras piernas. Las espuelas, los tacones de los zapatos sobre los ijares del aire. Las maniobras de equitación y doma las acompañaban nuestras hábiles cinturas. ¡So! ¡Arré!
Como en las películas, el caballo del valiente siempre corría más que los otros y al jinete nunca le daban las flechas ni los tiros. Si acaso, leves rozones
De las de gladiadores imitábamos la lucha con espadas. Las nuestras eran romas y de madera y al primer toque eras hombre muerto.
Ahora hay mayores que hacen la guerra sin juegos y jóvenes que mueren de verdad en los campos de batalla sin saber muy bien lo que defienden. De Caín para acá hemos evolucionado bastante en la forma de hacerlo, pero su esencia permanece invariable: matar. Lo hace el depredador mayor que ha habido sobre la tierra: el hombre.