Después de acabar la escuela en su sesión de tarde, a falta de otras cosas de más provecho que hacer, jugábamos en la calle hasta la hora en que nos llamaban para la cena. ¡Fulanito! ¿Qué? ¡A cenar! ¡Ya voy! Si al tercer aviso no acudías porque estabas muy entretenido con el juego, al día siguiente no te retrasabas. El motivo de tan presta respuesta podría deberse al pescozón que te habían intentado dar el día anterior al entrar por la puerta, de resultas del cual, por esquivarlo, habías pasado del zaguán a la puerta del corral trompicando y cayendo.
Una de estas tardes decidimos poner en práctica lo que nos había enseñado Eusebio, mañoso artesano que lo mismo herraba caballerías que arreglaba pinchazos de bicicleta. Era de Fuente del Arco y recaló en mi pueblo donde montó un pequeño taller en una de las callejas que salen al ejido.
Empezaba por aquellos años a oírse lo de la carrera espacial. El ruso Yuri Gagarin había sido el primer humano en viajar al espacio exterior en la nave Vostok 1. Y nosotros queríamos comprobar cómo subían esos cohetes con las instrucciones que nos dio Eusebio.
El montaje era sencillo y los materiales fáciles de conseguir. Una lata vacía de tomates, agua y carburo. De base de lanzamiento servía cualquier lugar donde se pudiera hacer un agujero en la tierra. Mis amigos y yo llevamos a cabo nuestra primera prueba en mitad de la Plazuela para que hubiera testigos de nuestra proeza.
A la lata, más larga que ancha, le hicimos un agujero en el asiento. Cavamos el hoyo, lo llenamos de agua y metimos dentro un pedazo de carburo. Muy ajenos a nuestros conocimientos estaban todavía las reacciones químicas y el gas acetileno. Inmediatamente colocamos la lata invertida encima y tapamos la ranura con un dedo. Esperamos un rato para que el carburo y el agua produjeran el gas. Otro miembro de la pandilla ya tenía preparado un papel ardiendo. Lo aproximó al orificio de la lata, que salió despedida hacia arriba produciendo un gran estruendo. Nosotros esperábamos el aplauso de los vecinos que en ese momento salían a las puertas alarmados por el ruido, pero en lugar de felicitaciones recibimos reprimendas y advertencias del peligro que corríamos. El periodo de lanzamientos en la Plazuela duró poco. Nuestros padres, con buen criterio, nos lo prohibieron. Así que buscamos otros sitios más apartados en los ejidos.
Aprendimos también a provocar estallidos con las ‘restallaeras’ de fósforo, esas que venían pegadas en cartones como si fueran uñas rojas. En lugar de restregarlas, las colocábamos en el suelo con una piedra en lo alto. Poníamos un pie sobre ella y girábamos el cuerpo bruscamente.
No veíamos los riesgos de estas prácticas.
Los niños y adolescentes van por libres en su descubrimiento de la vida. Lo ‘del viejo, el consejo’ es un martilleo insoportable en esas edades. Piensan que les están coartando su autonomía. Hasta que se llega a una edad en la que se echa en falta y se aprecia el juicio sereno de quienes por experiencia saben más. Entonces has alcanzado la madurez. Cuando eres padre aconsejas a tus hijos, como hacían tus padres contigo. Ellos hacen lo mismo que hacíamos nosotros con su edad. Nadie escarmienta en cabeza ajena.