Cuando llegaban las primeras lluvias nos gustaba ponernos los jerseys que nuestras madres habían guardado en el ropero a principios de verano. Suponía una vuelta a la tibia intimidad después de las dilatadas jornadas del estío. Con los preludios del otoño cambiábamos de juegos y entretenimientos, más en consonancia con la climatología y la disminución de las horas de sol.
Cada estación tenía un aliciente para nosotros. Íbamos descubriendo los ciclos de la luz y de la vida con curiosidad y sin la rutina que dan después los años.
Comenzaba el viento de poniente a desprender las primeras hojas de los árboles. Alfombras de colores ocres, naranjas y ambarinos que las tolvaneras levantaban del suelo presagiando el próximo cambio de tiempo. La luna con sus cercos y sus halos las noches anteriores lo anunciaban. A los pocos días las nubes asomaban por las crestas de la sierra como escuderas que estudian el terreno para la batalla inminente. Lluvias con sabor a despedida de vivencias veraniegas y a plácido reencuentro con el otoño en el andén donde las estaciones cambian sus trajes. La primavera viste, el otoño desnuda y reparte fragancias de tierra mojada después de una larga sequía.
Retomábamos entonces los juegos que habíamos abandonado en el verano. En la tierra humedecida jugábamos a pinchar el clavo, compitiendo con destreza y puntería en algunos prados del ejido.
Saltábamos a la pídola. La modalidad que menos preparativos necesitaba era la que hacíamos saltando uno sobre todos los demás puestos en fila. Cuando acababas te agachabas, hacías de burro y a aguantar a todos sobre tus espaldas. Lo denominábamos ‘paso Berlanga’, quizás por la cercanía entre los dos pueblos y porque si no dejabas de saltar podías llegar al destino entretenido y ejercitado.
Otra modalidad era el barranco, más estática. Según saltábamos íbamos diciendo algunas retahílas. Cada vez que acababa una serie por haber saltado todos, el que hacía de burro medía un pie y medio y se alejaba de la línea que no podía pisarse. Así, hasta que la distancia era considerable y el salto se ponía tan difícil que solía terminar con el saltador dando con las narices en el suelo y el paciente burro, deslomado.
El que empezaba la serie anunciaba la modalidad que todos debían seguir, como apoyar solo una mano o hacerlo sin tocar nada. Una variante consistía en dar un taconazo en el culo del que estaba agachado. ¡Con espolique!
Para lanzar el ‘repión’ o peonza había que enrollarlo bien con una cuerda. Una moneda de dos reales o una chapa de refresco machacada en un extremo para sujetarla entre los dedos. Competíamos en duración de giros y en cogerlos del suelo y colocarlos sobre la palma de la mano.
Son algunos de los juegos con los que nos divertíamos entonces, cuando con las primeras aguas plegábamos las velas del estío y nos retirábamos al resguardo de la dársena otoñal.