En las calles de nuestros pueblos ya no se juega como antes. Los juegos tradicionales se pierden. Los niños y menos niños, absorbidos por el sumidero de los móviles, son estatuas sedentes con destellos y sonidos que emiten sus “smartphones” de última generación.
Antes, para disfrutar del tiempo de ocio, no disponíamos de estos artilugios que avisan a cada instante de que el amigo que está a sólo unos metros de ti ha tenido una genial ocurrencia o en los que un guerrero virtual llega a su destino después de haber superado múltiples obstáculos y matado a cientos de enemigos. Un trapo que esconder, por ejemplo, servía para jugar a encontrarlo guiado por las indicaciones del ocultador que te orientaba con una escala de temperaturas del frío al caliente. El propio cuerpo valía para esconderse y que el que quedaba de guardia te localizase camuflado en las penumbras de paredes y rincones o para saltar unos sobre otros en sus múltiples modalidades.
Con un aro recorríamos calles y ejidos en una carrera de diestros aurigas a pie. Con una soga atada a un madero, péndulo sin reloj, nos columpiábamos. Un balón y un prado con límites difusos de bandas y áreas nos servían para emular fintas y regates de nuestros ídolos, conocidos entonces sólo por los cromos y la radio. Un clavo, para clavar rejones en la tierra blandecida del otoño, una pelota del gorila para jugar a corra, una piedra de rayuela para cruzar fronteras sin pisarlas, una billarda que se acercaba o se alejaba del circulo a raquetazo limpio, los bolindres, los “repiones”…
Y cuando la vorágine del juego cesaba, esperábamos la llamada de casa para la cena contando historias en un rincón cualquiera.
No es lo peor que se pierdan estos juegos, sino que no encontremos a los niños.