Había algunos juegos a los que sólo jugaban las niñas. Si a algunos varones se les ocurría participar en ellos los demás compañeros los “afurreaban” y los tildaban de mariquitas. A ellas también las criticaban si se atrevían con juegos que eran considerados de niños. No tenían nada de extraño estos comportamientos en un sistema social, político, educativo y religioso que reservaba a las mujeres el papel de buenas amas de casa, esposas obedientes y madres sacrificadas. Una prepotencia masculina que limitaba y condicionaba la libertad de las mujeres. Pasaban estas, matrimonio mediante, de la tutela paterna a la marital sin solución de continuidad. Hasta para disponer de sus bienes precisaban autorización y firmas de padres o maridos. No hay nada más que leer manifiestos de la fundadora de la Sección Femenina que se divulgaban por medio del obligatorio Servicio Social que impartía la Sección Femenina en sus cátedras ambulantes para darse cuenta del concepto de mujer ideal que imperaba en los años cincuenta y sesenta y las funciones que se esperaban de ellas en la sociedad.
En las escuelas existían aulas diferenciadas por sexos. En el caso de mi pueblo hasta usaban edificios distintos. Los maestros daban clases a los varones y las maestras a las hembras. Había una materia específica en los programas educativos destinada a las niñas: Labores femeninas. En un cabás, que por aquí llamábamos “cabal”, llevaban los bártulos para bordar y coser. Pasaban las tardes que les tocaba esta materia haciendo punto de cruz o bordando bajo la dirección de la maestra.
Entre sus actividades lúdicas estaba jugar a las casitas. Distribuían dependencias con cartones que conseguían en los comercios y asignaban a los espacios mobiliario y enseres en miniatura que les habían echado los Reyes.
Las muñecas eran entonces muy simples, de cartón o de goma. Después vinieron las que cerraban los ojos al tenderlas y las que emitían un ruido que quería asemejar al llanto mediante un artilugio que traían en la barriga. Las peinaban, las vestían, las acunaban y velaban su sueño en la cuna.
Los recortables eran otros de sus juegos y aficiones. Sobre la silueta de una persona, normalmente niña o mujer, colocaban prendas de distintos diseños, formas y colores, doblando unas lengüetas sobre su parte trasera. Así conseguían los más variados modelos para las diferentes ocasiones de vida social o trabajo.
El tejo o truque era otro juego mayoritariamente practicado por las niñas, pero que no tenía un componente tan sexista y en ocasiones era compartido por los niños. Se dibujaban unos rectángulos en el suelo coronados por un semicírculo al final que llamábamos “piquín”. Consistía en pasar la rayuela a pie cojito por todos ellos sin pisar las rayas que los delimitaban. Quienes conseguían realizar el recorrido completo elegían uno de los rectángulos y lo dibujaba artísticamente. Era la señal de propiedad. Allí nadie sin su permiso podía entrar a partir de entonces. Había que evitarlo con la rayuela y con el pie.
No sospechaba entonces aquella sociedad pacata y compartimentada que de los varones en un futuro no lejano iban a surgir excelentes cocineros, modistos y decoradores, precisamente en aquellas profesiones cuya imitación en los juegos nos era afeada por una mala y sesgada educación.