Cuando la conversación decaía en noches de ‘cordeleo’ por bares y tabernas alguien proponía que nos jugáramos las rondas a los chinos. Las manos atrás para el trasvase de monedas y puños al medio para el envite. También jugábamos al que más sabe. La consecuencia era que aumentaba el número de rondas y la rapidez para consumirlas. ¡Bebed que os llene!
A últimas horas de la noche solían permanecer casi siempre los mismos clientes en los bares. Veceros de danos la penúltima mientras barrían el local. Un compañero al que le gustaba apurar la velada hasta la hora de cierre y las copas hasta el culo me dijo que cuando en su dilatada época de interino lo destinaban a un pueblo que no conocía le costaba poco trabajo hacer nuevos amigos. Los encontraba de su condición y gustos en el bar a esa hora bruja del remate, cuando el vino levantaba velos y las conversaciones fluían como el agua de lluvia en la pendiente.
A los bares se acudía para relacionarse con la gente, beber, charlar, leer el periódico y jugar. De la charla a la porfía solo mediaban unas copas. En esos casos, alcohol por medio, mejor dejar política y credos aparte. No hacen buenas migas. Cada palo que aguante los suyos y con su pan se los coma. De amoríos y celos en tiempos ya lejanos surgieron peleas con citas fuera del local para dirimir diferencias ¡Los valientes, a la calleja!, decía un sabio y viejo tabernero cuando veía que el vino y la presencia de testigos envalentonaban a los porfiadores.
De juegos ha habido muchos. Aparte de los naipes con sus variadas modalidades y el dominó, he visto echar pulsos, competir en fuerza con un artilugio parecido a una cafetera apretando fuertemente con la mano, echar partidas a los dados. Incluso a las damas y al ajedrez en las horas más tranquilas.
Antes de que llegaran las máquinas tragaperras estuvieron de moda las de bolas niqueladas con las que conseguías partida gratis si alcanzabas cierta puntuación a base de lanzarla contra setas con luces parpadeantes que las repelían y meterlas en oquedades de las que salían despedidas.
También había máquinas ‘cantaoras’. Si las alegrías infantiles sobre caballitos de madera costaban una moneda de cobre en tiempos de Antonio Machado, en los que me refiero por un duro echaban a volar su fantasía durante unos minutos los acodados en el extremo de la barra. Solitarios que expulsaban por la boca en forma de boquilla de trompeta anillos de Saturno temblorosos, que se deshacían en medio del salón. Era otro juego en el que la imaginación bullía al compás de las canciones. De allí podía salir el acodado, montera en mano por la puerta del Príncipe, con los bracitos en cruz, haciendo brindis al vino y las mujeres o echando el capote al suelo para que pisara la morena de la copla.