(Este es un fragmento del texto que le dediqué a Antonio Marín el día de la comida homenaje con motivo de su jubilación)
Los niños y niñas que nacen en la calle Nueva tienen un patio para sus juegos con los únicos límites de la sierra y cielo.
Los dos arroyos que deslizan sus cauces provenientes del oeste confluyen en sus cercanías y marcan con sus estiajes y avenidas el paso de estaciones en los tiempos imprecisos de la niñez, cuando no hay prisas ni orillas definidas. Las sensaciones que producen los fenómenos naturales marcan los difusos contornos del tiempo: las tronadas, las primeras lluvias, el canto de los grillos, las margaritas en los prados, el viento de la noche borrascosa, los carámbanos y las labores campesinas, como el aviento de parvas al gallego de la tarde.
Allí, a un tiro de piedra, está la escuela, donde entre bolindres, barrancos y corralillas Antonio Marín enraizó sus primeras vivencias infantiles y se llenaron sus ojos de inolvidables puestas de sol. Veía llegar antes que nadie los avances grises de las nubes por las sierras de la Capitana, san Miguel y el castillo de Reina y despedía las tardes cuando éstas se echaban en brazos de la noche.