Años después fue lo del kiosco,
pero esa historia tuvo unos comienzos.
Juan era el sacristán de la parroquia.
Como los estipendios
eran escasos, tuvo
que aguzar el ingenio.
Al edificio de la Acción Católica
acudíamos muchos
para ver la televisión
y se le ocurrió vender vasos
de gaseosas a peseta.
Para el verano adquirió una nevera
que le facilitó Guaditoca,
la que tenía el bar del Sindicato.
Era de esas que se les metía
una barra de hielo dentro
Para empezar aquel negocio,
me lo refirió él,
le pidió un préstamo de cinco duros
a Catalina, que era
la sobrina de don José, el cura.
Más adelante compró un frigorífico.
En el congelador hacía polos
en vasitos con gaseosa
y palillos de los dientes,
que le servían de soporte.
Después amplió la oferta
con helados y el ámbito
se extendió por las calles.
Yo tenía una bicicleta
y en el portamaletas
colocábamos la garapiñera.
Voceando el producto
y haciendo escala en las esquinas
recorríamos todo el pueblo.
A mí, por el servicio,
me invitaba a un helado.
Lo cuento para que se sepa,
para que las pavesas de los años
no cubran su recuerdo.
Y también como homenaje a Juan,
que fue un hombre bueno.