(Publicado ayer viernes en el periódico HOY, sección Raíces)
Del ayuno y la abstinencia se pasa a la carne, al pestiño, al gañote, a la bolla y la rosquilla. De la matraca al repique alegre de campanas.
Como en otros pueblos extremeños en Ahillones se celebran los “Encuentros” el Domingo de Resurrección.
Los alabarderos, hoy desaparecidos, iban entre los dos pasos cruzando entre sí las espadas al tiempo que los costaleros apresuraban el paso. Cuando las dos imágenes se encontraban cercanas las inclinaban simulando el abrazo de la madre y el hijo. Los alabarderos rendían espadas y alabardas entre aplausos de los asistentes y toques continuos y jubilosos de campanas.
Otra costumbre desaparecida era el reparto de agua bendita una vez terminada la procesión. Los monaguillos y el sacristán se ponían en la puerta de la iglesia con dos cubas. Los niños acudíamos con jarras de agua que vaciábamos en ellas. Por mixtura y gracia adquiría la recién llegada la misma condición de bendita, siendo tal que se iba renovando constantemente sin perder su condición originaria. Con ella asperjábamos los rincones de la casa para espantar, según decían, a Lucifer y a su cohorte. Que no quedara ninguno sin rociar, no fuera a ser que por aquella rendija debajo del ropero salieran los malvados y nos captaran para la causa.
El lunes, como en muchos otros pueblos extremeños, es el día de la jira. Antes de los coches se salía al campo en bestias, en carros o remolques a comer, a beber, a relacionarse y a pasar un día agradable. Sobre la mesa o la manta extendida en el prado cada uno aporta sus viandas, compartidas por todos los del grupo. El vino de la tierra pasa de mano en mano y de gaznate en gaznate alegrando semblantes y estrechando camaradería. Cuando niños nos regalaban rosquillas y bollas. Las rosquillas blancas las hacían con harina, huevo, azúcar y aceite y llevaban hilo en su interior para darles consistencia. Las bollas, roscas de pan, tenían un huevo cocido incrustado en la masa y sujeto con una abrazadera.
Ponía el párroco en el programa que en las jiras nos divirtiéramos honestamente, como hacíamos siempre. Y así lo hacíamos porque no es pecado el puro goce de los sentidos en el equinocio florido de la primavera. Ramillete de aromas y colores que el campo ofrece. Trigales, cebadas, margaritas, hinojos cantuesos, romeros, tomillos…
Las mocitas de caras sonrosadas, pañuelo al cuello ondeando al aura tibia. Por veredas y caminos en plena eclosión primaveral nos llevaba Eros tras las estelas de aquellas vestales que mantenían encendido el fuego de la atracción juvenil. El campo florido, la mocedad, el vino de la tierra y unos ojos de calidez brillante nos llenaban de plenitud voluptuosa. Tan intensa como efímera y cantada por poetas.
“…de esa flor, de ese lirio, de esa rosa/ y amena primavera que, florida,/ dulce os promete y grato pasatiempo, /coged el fruto con la breve vida: /que la edad pasa y muda toda cosa, /y todo, al fin, tras sí lo lleva el tiempo”. (Cristóbal de Mesa.)