Invierno.

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Publicado el viernes día 22 de enero en el periódico HOY, sección Raíces.

En invierno la vida del pueblo transcurre  entre temporales de vientos ábregos y días  de tibio sol. La lluvia se anuncia  con sus  escuderos,  que llegan del poniente  con forma  de vellones de lana.  “Cielo aborregado, antes de tres días suelo mojado”.  Preceden a  las nubes espesas y cerradas,   que  descargan copiosas.   En las calles de  tierra  la lluvia forma regajos donde los niños hacemos presas con muros de barro en un vano intento de almacenar el agua. Con dos latas y cuerdas construimos zancos para andar por los charcos sin mojarnos.  Los hombres  aprovechan estos días en que no se trabaja en el campo para hacer  reparaciones y puestas a punto de herramientas y maquinaria. Acuden a  fraguas y carpinterías  donde  conversan  entre yunques, martillos y manos de garlopa, sin prisas, pespunteando aquí y allá  temas que van surgiendo por las ocurrencias de unos y otros. De vez en cuando alguno se asoma para comprobar  la evolución de las nubes, aspecto de la sierra y  cambios de viento en la veleta de la torre.  Por las tardes  juegan a las cartas en los bares llenos de humo. Las mujeres, después de realizar las faenas domésticas, se sientan a hacer punto   tras los visillos de las ventanas.

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 Por la noche, sin luz eléctrica muchas veces,  los ruidos del  temporal se adueñan del pueblo. El viento racheado fustiga   las esquinas y silba por cables y cornisas. El agua de los canalones se estrella  estrepitosa contra el suelo y crujen las puertas azotadas por las acometidas del vendaval.

 A la mañana siguiente se entreabren los postigos. Una cuchillada de luz ceniza lavada por la lluvia  corta la penumbra de las casas.

 Los hombres  hacen  corrillos en el ejido. Observan la orilla  y comentan las incidencias de la noche. Si las crestas de la sierra tienen  bardas y el viento no ha girado hacia  arriba la lluvia seguirá, aseguran  quienes generación tras generación  están acostumbrados a observar el cielo y a esperar el fruto de la tierra. Cada pueblo tiene sus referencias y sus tópicos del tiempo. Por aquí otro indicio  de lluvia es escuchar el  silbido del tren desde Fuente del Arco, que  queda en dirección suroeste.

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 Otros días del invierno son  fríos y despejados, con la claridad que da el viento del norte, el del azul más puro,  que recorta y destaca la silueta roja de la torre sobre el añil de su lienzo.  En la solana hay grupos de hombres con gorras viseras y manos en los bolsillos que charlan a su amparo. Durante esas noches rasas y frías se producen intensas heladas  que cubren de escarcha los tejados y los campos. Por la mañana, cuando los rayos oblicuos del sol apenas rozan los cerros, vamos los muchachos al arroyo a caminar sobre el carámbano que se ha formado y a tirar piedras para romperlo. Nuestras pisadas dejan estelas de huellas crujientes sobre las orillas. El  pueblo  despierta. Algunas chimeneas entre los tejados blancos despiden columnas de humo. Las campanas de la torre llaman al avemaría.

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