Cada año por estas fechas me acuerdo de Ildefonso y cada vez que paso por la curva de la carretera de Valverde a Fuente del Arco, donde la noche del 22 de julio de 1971 se quebró su vida con veinte años, también.
Éramos tan jóvenes aún que el impacto brutal de la noticia nos abrió de par en par las entrañas y la cicatriz sigue dando señales de la herida cada cierto tiempo.
Sus padres y su hermana nunca lograron levantar vuelo después del mazazo y vernos a uno de nosotros suponía ver el hueco de su ausencia.
Su cuerpo inerte en el cuartel de la guardia civil, tendido en un banco, donde sus padres lo encontraron ya para siempre desgajado de sus vidas, con la misma ropa con la que unas horas antes se había despedido de ellos lleno de vitalidad, fue un hachazo en mitad del alma con el filo dentellado de la crueldad.
Durante mucho tiempo después, cada anochecido, miraba yo la ventana de su casa en las Cuatro Esquinas y veía como siempre la luz de la lámpara que la fatídica noche se apagó bruscamente ante la llamada de la muerte.