Iglesia y escuela.

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Los jueves por la mañana a las doce acababan las clases y los maestros nos llevaban a la iglesia, a lo que llamaban la doctrina.  En esa hora del mediodía el sol daba de lleno en las vidrieras  orientadas al sur y toda su variedad cromática se proyectaba sobre las baldosas del suelo. Un sinfín de motitas de polvo flotaba en el cañón de luz que penetraba por los ventanales.  Yo  distraía mi atención siguiendo el camino de algunas hasta que desaparecían fuera del espacio iluminado.
Los domingos había una misa para los niños a la que asistíamos los escolares. Nos colocábamos en los primeros bancos vigilados por los maestros, que se turnaban cada semana para este servicio.  La misa era en latín, en el altar mayor y de espaldas. Le teníamos cogido el tranquillo a los momentos en que había que sentarse, ponerse de pie o arrodillarse. Y de eso estábamos pendientes. De eso,  del momento de salir los monaguillos a pedir en la colecta y del “Ite, misa est” que daba por finalizada la función. El celebrante se calaba  el bonete que le traía el mismo ayudante que se lo llevó al principio  y el cortejo enfilaba en dirección a la sacristía entonando “La misa ha terminado cantemos con fervor, que nuestra vida sea una misa, Señor”. Los maestros con un chasquido de dedos nos indicaban la salida en orden, fila a fila.
El lunes había que dar cuenta de las ausencias en el caso de que se hubiesen producido.
En cuaresma había ejercicios espirituales,  específicos para niños.  Quedó de aquellos años una canción que nos enseñó el párroco: “El día siete de marzo comienzan los ejercicios para los niños cristianos que quieren amar a Cristo. Venid cristianos venid porque la iglesia abierta está”.  En la penumbra de la iglesia,  sólo con la luz de un flexo sobre su mesita, el orador explicaba la parábola del hijo pródigo que volvía a la casa de su padre después de haber estado comiendo las bellotas de los cerdos por su mala cabeza.
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Los bancos  de la iglesia estaban distribuidos por sectores.  Los dos bloques de delante, a izquierda y derecha de la nave central, que ocupaban más de la mitad del aforo, estaban destinados para las mujeres y los de atrás, también a derecha e izquierda para los hombres. Nadie osaba meterse en terreno vedado, aunque hubiera sitios libres y estuvieran los otros ocupados.
Las autoridades tenían reservado un banco identificado con mayúsculas, AUTORIDADES,   el primero de los de las filas de  los hombres.
Independientemente de esto había personas o familias que disponían de reclinatorios o pequeños bancos para uso particular por los que abonaban una cantidad. Los dos primeros de las mujeres también estaban reservados a  familias de notables que colaboraban con la iglesia.
Las normas de vestuario eran estrictas: todos con mangas largas y las mujeres cubiertas sus cabezas con velo.
Una mañana de verano se me olvidó llevar la prenda que cubría la impúdica desnudez de mis brazos y una mujer, algo obsesionada, se colocó detrás de mí y sacándome  el niqui de la cintura me lo lió hacia arriba para cubrirlos. Así quedó la norma a salvo y mi ombligo, como ojo asombrado, al aire.

2 respuestas a «Iglesia y escuela.»

  1. En mi pueblo, Trasierra, los escolares íbamos a la misa del domingo desde la escuela en doble fila y cogidos de la mano. Naturalmente, los niños con lis niños y las niñas con las niñas. Contábamos ciertas canciones, que aún recuerdo, entre ellas aquella que decía:
    Por dónde vas a misa… que no te veo…
    Por un empedradito…
    Gracias Juan Fco. por traernos estos recuerdos

    1. En todos los pueblos las vivencias fueron muy parecidas. La unificación funcionaba. Así nos criamos y así nos educaron. No conocíamos alternativas. Muchas gracias por tu comentario, Manolo.

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