Hablar de sexo con nuestros padres y maestros era complicado. Una barrera de pudores obstaculizaba su abordaje de forma clara. La información se suplía con el recurso a las cigüeñas que traían en el pico a los niños envueltos en pañales. Inventaban hasta los sitios dónde nos habían dejado a cada uno. Pero por más que mirábamos al cielo nunca las vimos traer ningún encargo. Y Amazón no existía. En la escuela el maestro extrapolaba de los animales a las personas el proceso de creación de una nueva vida, pero sin entrar en detalles. A lo máximo que llegaba era a poner como ejemplo la semilla que germinaba en una tierra fértil, puesta allí no sabíamos cómo, que era lo que nos intrigaba. La naturaleza, más desinhibida, nos mostraba ejemplos visibles y audibles de apareamiento en los mamíferos: los perros pegados, el maullar de los gatos en los tejados o el nacimiento de burros , terneros y corderos. Pero hablar de ese proceso claramente en los humanos coartaba y si se hacía era con circunloquios. Aprendimos a salto de mata, de forma parcial y a veces grosera, de los mayores, que también tocaban de oído, en charlas casi clandestinas y en la calle. Buscábamos en el diccionario vocablos referentes al sexo masculino y femenino que nos comunicábamos unos a otros. Islotes que más que aclarar generaban más dudas.
Observando, descartamos que las cigüeñas sirvieran de cosarios. Solo trazaban garabatos en torno al campanario, en plástica expresión de Antonio Machado o crotoraban con sus picos con un sonido que asociábamos con el de hacer gazpacho.
Nuestro cuerpo cambiaba y los sentimientos afectivos y amorosos afloraban impetuosamente. La pavera y las glándulas en plena efervescencia. Pero no encontrábamos explicaciones que nos aclararan lo que nos estaba sucediendo. Nos idealizaban tanto el sexo que parecía que habíamos llegado al mundo en un rayo de luz o por un mágico soplo.
Caída del hombre, pecado original y expulsión del paraíso, Miguel Ángel.
No ayudaba mucho la obsesión religiosa por asociar sexo y pecado. Había que, sobre todo, deslindarlo del gozo. Así que recomendaban, por ejemplo, tener la mente distraída en otros temas mientras se practicaba. Los pensamientos, tan difíciles de embridar, se consideraban malos si nuestra tendencia natural nos llevaba al lodazal de impúdicos deseos. ¡Cuánto esfuerzo por intentar apartar la mente de lo que nos atraía y cuánta sensación de culpa nos metieron! Así que había que remar contra corriente y buscar información por otros lares.
Lo paradójico de todo esto es que cuando llegábamos a la madurez daban por supuesto que ya sabíamos todo sin habernos enseñado nada. Ya eres un hombre y sabrás…Pues no, no sabíamos casi nada.
El párroco reunía a los quintos antes de incorporarse a filas y con sobreentendidos que a veces se ignoraban, alertaba de los peligros de las relaciones sexuales y de las enfermedades que conllevaban. Así que nos fueron deslindando los perjuicios sin aclarar ni explicar claramente qué era el sexo.
Cuando se licenciaban del servicio militar, a los mozos se les consideraba suficientemente formados para constituir una familia y la madurez, como el valor, se les suponía.
La vida seguía. El régimen premiaba a las familias más numerosas por la colaboración en el incremento de la población. Así que no era necesario saber tanto.