(“Gitanos”, pintura de de Rafael Estrany)
Los gitanos llegaban periódicamente con su carromato y sus jumentos. Se asentaban al reguardo de los vientos del norte, en la solana de la pared de un huerto que hay a las afueras del pueblo, sin más licencias que la que les daba el cielo. No traían ni lupas gigantes, ni imanes ni hielo. Tampoco escribían en pergamino, como Melquiades, versículos en sánscrito. Unos toldos sujetos con cuerdas a cuatro palos clavados en el suelo les servían de techo. La supervivencia diaria era su acicate, pocos anclajes los retenían demasiado tiempo en el mismo sitio. Era gente errante. Después de unos cuantos días, cuando hacían algo de dinero o comprobaban la imposibilidad de conseguirlo, seguían su ruta sin destino fijo. «Ya se van los gitanos por los caminos y la alegre caravana, que ese es su sino». Pero yo no percibía esa alegría que canta la copla. Eran familias enteras con churumbeles que andaban por aquellos alrededores del ejido como pollos por un corral, casi desnudos y descalzos en verano y con ropas sobradas en invierno. Allí cocinaban, comían y dormían a la luz de una candela.
Venían al trato de compra y venta o al cambio de burros y mulas cuando estos animales eran complemento indispensable para las labores del campo y el acarreo. Un mulo viejo, con las orejas caídas, con muchos kilómetros de surcos en sus patas y kilos de carga a sus espaldas se cambiaba por uno más nuevo o se compraba si el anterior acabó en el muladar bajo los círculos avizores que trazaban los buitres en el cielo. Había entonces despensa abundante en las afueras de los pueblos. Para calcular la edad de las bestias les abrían la boca y observaban su dentadura, donde tienen su carné de identidad. No sé si la mayoría de los compradores entendía bien ese lenguaje de ángulos, copas, estrellas y surcos de Galvayne que tienen los dientes de los animales. Yo desde luego, no, pero tampoco los compraba.
Me cautivaba más el arte, el ardid, la maña, la palabrería, los desistimientos momentáneos para rebajar el precio, los tiras y aflojas, la última oferta, el intermediario que promediaba… todo ese ceremonial que tiene el trato y que tanto de estrategia psicológica conlleva.
Mientras los hombres trataban de hacer clientes por garitos y solanas las mujeres pasaban por las calles, churumbeles al cuadril, solicitando alguna ayuda. Otras veces llevaban vasijas, como peroles, jarras, cántaros y alcuzas de hojalata unidos por una cuerda que intentaban vender casa por casa.
Vara de mimbre, sombrero, traje oscuro y ostensible anillo de oro en un dedo llevaban los hombres. Las mujeres, faldas largas y algunas con unos ojos de de profunda negrura sobre fondo blanco que hechizaban de misterio, como las pintó Julio Romero. Los niños con ensortijados pelos, churretes por el cuerpo y cara de sueño. Todos morenos, del color del cobre viejo, curtidos por el sol y la intemperie.
“¡Oh pena de los gitanos!/Pena limpia y siempre sola. / ¡Oh pena de cauce oculto/y madrugada remota!” (F.G.L.)