Fútbol

La competición de fútbol en primera división está llegando a su fin. La penúltima jornada ha traído reminiscencias de tiempos pasados, cuando la mayoría de los partidos se jugaban los domingos por la tarde y los transistores nos llevaban en volandas de campo en campo en la voz de los corresponsales. Los intereses de las televisiones han estirado los partidos desde el viernes hasta el lunes con horarios que abarcan del aperitivo a la cena.

Hay mucho de irracionalidad en las fobias y filias de los forofos del mundo futbolero. Algo de mística y de escape, de subida a la cima de las emociones y de brusca bajada al lumpen de los insultos. Similitudes entre campos de batallas y de juegos. De cobijo en la fuerza del grupo para unir fuerzas y sentir el amparo del colega.

Cuando en Anfield Road más de cincuenta mil personas cantan ‘Nunca caminarás solo’ enarbolando banderas y bufandas con los colores del Liverpool es difícil no sentir un poco de emoción o al menos de asombro. Pasa lo mismo en el Sánchez Pizjuán cuando ‘El Arrebato’ entona el ‘Himno del Centenario’ y el público puesto en pie lo acompaña.  Algo mágico se eleva desde las gradas del estadio hacia el cielo de Nervión.

Bajamos al césped. Una mano es justificable y exenta de voluntariedad si con ella marca gol el jugador de nuestro equipo y otra en similares circunstancias merece penalti y expulsión del infractor si se sucede en el área contraria.  La arbitrariedad de nuestros juicios. No hay objetividad posible.

¿Cómo se explica que un señor de aspecto apacible en su vida diaria dispare por su boca la artillería pesada de los improperios más abyectos?

Los motivos por los que cada uno se hace simpatizante de un equipo son variados. Habrá quienes siguen la tradición de algún familiar, otros por la aureola de sus tiempos de niño. Quizás un viaje en edad temprana a la capital… Cada cual que repase las suyas.

En las ciudades se entiende que cada cual defienda al suyo. Pero, como los amores del corazón loco de Machín, se pueden querer dos equipos a la vez, uno el de andar por casa y otro de alto copete. Se crean peñas y celebran comidas en nombre de la afición al mismo equipo. Los forofos reciben felicitaciones cuando el de sus amores ha ganado un título, y más anchos que largos asienten moviendo la cabeza con satisfecha complacencia. Sienten el triunfo como propio.

Pienso en estas cosas viendo salir de un bar a un grupo de personas que ha seguido la emocionante jornada por televisión. Salen exultantes unos, otros cabizbajos y el resto haciendo cálculos de las posibilidades que les quedan a su equipo para la última jornada. Esto del fútbol nos tiene comido el coco. Por el hueco de la comedura se escapan las tensiones y no entran malos pensamientos. Ni buenos.

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