Una administración excesivamente reglamentista, lenta e ineficaz fue retratada en el siglo XIX magistralmente por Mariano José de Larra en su artículo “Vuelva usted mañana”.
Posteriormente, en los años de la dictadura, apareció un tipo de funcionario que asumió en su fuero interno el papel de criba y vigía de la pureza ideológica de aquellos que fueron en su día inmutables principios fundamentales. El acceso a la oficialidad documental se conseguía con un depurado papeleo a través de las angostas ventanillas tras las cuales estaba con bigotillo al uso y cara de póquer el meticuloso oficinista que con golpes contundentes sellaba papeles y otorgaba el visto bueno después de haber cumplimentado el sufrido ciudadano la instancia y demás documentos adjuntos con las más variadas pólizas y timbres móviles.
La sombra de esta rémora de desesperante burocracia y trato a veces denigrante se ha extendido durante años por las administraciones públicas, afortunadamente ya en claro retroceso por las garantías constitucionales y administrativas de la democracia, aunque queden vicios, no extinguidos totalmente, de hábitos displicentes en escasos reductos de la maquinaria.
Viene lo anterior a colación por un reconocimiento que quiero hacer a todos los empleados públicos que ejercen sus funciones con eficacia y además ponen de su parte un plus de cordialidad, que, aunque no está entre sus obligaciones, hace más fácil y agradable las a veces liosas gestiones burocráticas.
Personifico este reconocimiento en Carmen, administrativa de la Facultad de Filosofía y Letras de Cáceres a la que sólo conozco por haber acompañado a mi hija a cumplimentar los trámites de matriculación. Ella, quizás, ni sepa quién soy, pero que nos ha atendido por segundo año consecutivo con eficiencia y un trato humano exquisito. Muchas gracias.