En mis primeros años de escuela no había calefacción. Los sabañones anidaban en las orejas como las cigüeñas en los campanarios. Unos rojos, otros despellejados y siempre con un picor insoportable. Para protegernos del frío llevábamos, además de guantes y bufandas, braseros de cisco en latas con un alambre de asa y papel de chocolate encima.
Los dos edificios escolares, uno para niños y otro para niñas, estaban al final del pueblo, donde confluyen dos pequeños arroyos. De camino de casa a la escuela, en las mañanas en que crujían nuestras pisadas en la escarcha de sus riberas, nos asomábamos para ver el carámbano que se había formado con la pelona de la noche anterior. Así denominábamos a las heladas que cubrían de blanco los tejados y los campos.
No sé si será apreciación mía deformada por el tiempo, pero por entonces los carámbanos me parecían más gruesos y resistentes. En las zonas más umbrías permanecían de un día para otro. Los de ahora son como cristales de Bohemia, que no aguantan un mal golpe y menos, como hacíamos entonces, las pedradas que les tirábamos para romperlos. Era la prueba para saber si se podía andar sobre ellos. A veces un mal cálculo o un resbalón hacían que termináramos en el fondo del arroyo. Llegábamos a la escuela ateridos y para comprobar el grado de entumecimiento intentábamos hacer el huevo con los dedos de la mano, que consistía en juntarlos todos por las yemas. Solución para lograrlo: el aliento cálido de nuestra boca que salía con baño de vapor incluido.
Siendo ya maestro pusieron estufas de butano que calentaban a los que estaban cerca y quitaban el oxígeno a todos. Posteriormente las de leña. Esas sí caldeaban. El docente hacía de fogonero, recebando e intentando meter algunos trozos que no cabían por la boca de la estufa. Al final llegaron los radiadores con combustible de gasoil y agua en su circuito.
En el Seminario, con altos techos, escaleras y largos pasillos de mármol o cemento fino los inviernos eran crudos.
Tampoco había calefacción. Ni picón, ni butano, ni electricidad ni gasoil. Durante las horas libres, que eran pocas, nos quitábamos el frío corriendo y jugando. En las clases, con el calor que cada cuerpo aportaba. Cuando tuvimos camarillas individuales las acondicionábamos para hacerlas más confortables. Una manta sobre la mesa de estudio hacía de enagüillas. El calor de la bombilla del flexo de fuente de calor para calentar las manos de vez en cuando.
Alguien ideó un sistema más práctico. No hay mejor acicate para la inventiva que la necesidad. Compró escayola y fabricó una plataforma con ranuras. Una resistencia, unos cables, un enchufe y construyó un brasero. Mientras fueron él y otros escasos amigos los que estuvieron en posesión de la fórmula el sistema funcionó. Pero la noticia se divulgó de boca en boca y proliferaron los artilugios como setas.
Algún susto de esos que despelucan el pelo debió sufrir el administrador al recibir la factura de la compañía eléctrica. Un anochecido junto con dos fieles escuderos pasaron requisando braseros por todas las camarillas.
Solo en la cama, después de todo el día en aulas y pasillos por cuyos zócalos resbalaban hileras de agua cuando les pasábamos los dedos, encontrábamos calor, cubriéndonos con las mantas hasta las orejas.
Y con pantalones cortos los chicos y calcetines cortos las niñas
Es verdad, los niños no se ponían pantalones largos hasta que no eran casi adolescentes. Lo mismo le pasaba a las niñas con las medias. Pocas usaban pantalones en aquellos años.
Es verdad, los niños no se ponían pantalones largos hasta que no eran casi adolescentes. Lo mismo le pasaba a las niñas con las medias. Pocas usaban pantalones en aquellos años.