La vida de Francisco Umbral, que en realidad se llamaba Francisco Alejandro Pérez Martínez, fue, tras esa postura insolente y descarada que exhibía, triste y trágica.
Su madre, Ana María Pérez Martínez, una mujer soltera y tuberculosa, lo tuvo a él tras una relación con un hombre casado del que era su secretaria, Alejandro Urrutia, abogado cordobés y escritor, padre del poeta Leopoldo de Luis, gran amigo de Umbral. El distanciamiento y desapego de su madre, que fue a parir a Madrid al hospital benéfico La Maternidad por temor a las habladurías de la gente de Valladolid, lo marcó para siempre. Umbral tuvo un único hijo que murió de leucemia a los cinco años, lo que le inspiró su libro Mortal y rosa (1975), lleno de hondo lirismo y sentimiento.
Él mismo escribió: “He optado o estoy optando por el engaño, por el autoengaño, de modo que seré inauténtico para siempre. No creáis nada de lo que diga, nada de lo que escriba. Soy un farsante”.
Me he permitido escribir el soneto que sigue como reconocimiento al gran escritor que fue tras reflexionar que muchas veces las apariencias engañan.
Creó en su mente un mundo paralelo
lleno de elaborada fantasía,
para suplir su infancia tan vacía
de familia, querencias y consuelo.
Con alas de escritor levantó vuelo
y dio armazón a lo que no existía
creyéndose él mismo la utopía
del brillo que emitía el espejuelo.
Francisco Umbral, de cínica insolencia,
ególatra y pedante altanería
inventó el personaje de sí mismo,
alcanzando en las letras la excelencia
con la trágica farsa que escondía
su orfandad en el fondo del abismo