El fuego de las fraguas con una gama de matices que abarca desde el color rosa cereza y el granate hasta el rojo blanquecino con chispas azules quita rigidez al hierro y lo vuelve dúctil. El músculo tenso del herrero lo sostiene con tenazas y lo moldea para conseguir doblegar su resistencia. Calor, fuerza y destreza lo transforman en rejas de ventana o maceteros, cerrojo, escoplo o vertedera. El temple se obtiene en la pila de agua con un estrepitoso crepitar hasta que queda con tonalidades azuladas de cobalto o cuello de pichón.
Nos gustaba a los muchachos asomarnos a las puertas de las fraguas para observar todo el proceso. El maestro nos despachaba con una frase habitual: “Niños, vamos a darnos un garbeo”, seguramente porque le tapábamos la luz de la calle.
El ayudante avivaba el fuego moviendo el fuelle que a mí me parecía un gran acordeón. El maestro lo atizaba con el badil y cuando estaba a punto el metal lo sacaba y lo colocaba sobre el yunque para darle forma con golpes acompasados de mazo y martillo.
Antes de llegar la soldadura autógena se unían las piezas con calor y golpes. La llegada de esta, con aquellas varillas blanquecinas que parecían tizas delgadas y duras, supuso un gran ahorro de trabajo. El herrero miraba a través de una ventanita de cristal ahumado que tenía la máscara con la que se protegía la cara. Nosotros observábamos de reojo y momentáneamente aquel manantial de chispas que surgía al simple contacto porque nos decían que si mirábamos directamente nos podíamos quedar ciegos. Descubrimos en la pared de enfrente de la herrería el cine del que nosotros éramos protagonistas. El brillo metálico proyectaba sobre ella, como sombras chinescas, nuestras siluetas, que animábamos haciendo piruetas en los anochecidos.
Hasta cuatro fraguas o herrerías hubo en el pueblo trabajando al mismo tiempo. Su labor principal estaba orientada a construir o reparar los aperos de labranza. En la calle donde estaban ubicadas dejaban los arados, los trillos y aquellas primeras máquinas cosechadoras tiradas por bestias para ser reparadas después de finalizada la campaña.
Por el regajo que corría por la calle, entonces de tierra, íbamos los días de lluvia a buscar trocitos de hierro que metíamos en una lata. Los compraba al peso tío Juan el Cano, recovero, tabernero y vendedor de cuajo de las ovejas para hacer queso. Hombre que no sabía leer ni escribir, pero al que la vida y su inteligencia natural aguzó el ingenio. Ideó para sus cuentas un sistema numérico con signos a los que asignaba un valor. Los estudiantes que íbamos a su tasca a tomar vinos le poníamos operaciones para probar la eficacia de su sistema. No fallaba ni en lo céntimos y las resolvía antes que nosotros.
En las fraguas se reunían los campesinos y gente ociosa los días de lluvia o frío. Aquello era lo más parecido a un ágora o plaza pública griega. Ocurrencias, tópicos y chascarrillos. El refrán oportuno siempre a pedir de boca para rematar o compendiar y la vista, asomándose a la puerta, en la veleta de la torre o en las bardas de la sierra para predecir la lluvia o su cese, que siempre que ha llovido ha escampado.