Flamenco

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A los niños nos gustaba asomarnos a las puertas de las fraguas para ver a los herreros forjando los hierros.  Alternaban los golpes con ritmo. El  maestro, asiendo fuertemente el trozo de metal incandescente con unas tenazas, los   daba  con el martillo  sobre  él y el yunque  para afinar formas. El ayudante golpeaba fuertemente con el mazo. Se alternaban con cadencioso compás y destreza para no estorbarse.
Las tardes de verano los labradores  con sombrero de paja y pañuelo en la nuca desmenuzaban  las espigas   en la era  con el monótono circular del trillo.
Observaba yo, en esa edad en  que se capta con asombro virgen todo lo que nos rodea, que los herreros en su trabajo cantaban al compás de yunque y martillo y los agricultores ponían ribetes sonoros  a la soledad amarilla de las mieses.
En casi todas las faenas se cantaba o se canturreaba en un momento u otro. Lo hacía el albañil  mientras mezclaba cemento y arena o colocaba ladrillos, el carretero en la soledad de los caminos, acompañando los arreos a las mulas, la mujer mientras faenaba en la casa…
Pensaba yo que si cantaban era porque estaban contentos, pero de mayor, leyendo las letras de las canciones, supe que existían desgarros, aflicciones  y desamores entre ellas. Y es que el cante aflora  sentimientos cuando la pena o la alegría buscan salida de los entresijos del alma.
No había muchas fuentes donde aprenderlas.  El cine y la radio de los discos dedicados. Las letras venían en los  cancioneros  que un vendedor traía en una bicicleta junto con novelas de Marcial Lafuente Estefanía. Eran tiempos de la copla, de ojos verdes,  torres de arena. De Marifé y de Molina.
Pero existen formas de cantar a las que hay que echarles de comer aparte. Flamenco o cante jondo. Cantes que sólo necesitan como acompañamiento el sonido de los  cascabeles y las campanillas de las mulas  de tiro o de golpes de martillo sobre el yunque  para darle forma al sentimiento. Cantes de fragua, cantes de trilla.
Igual que  hay  cantes carceleros que claman por la libertad y expresan el dolor de su pérdida. Y  mineros que  glosan la  dureza del trabajo de las minas.
Uno, que es novel en esto del flamenco y del cante jondo, pero  admirador de su  acervo cultural acumulado a lo largo de los siglos,  aprecia y valora  la dificultad de la ejecución de sus palos, al alcance sólo de quienes poseen  voz, oído y compás.
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Las peñas flamencas repartidas por la geografía extremeña mantienen, divulgan y alientan esta hermosa y difícil  manifestación de arte enraizada en lo más profundo de nuestra idiosincrasia y  que cuenta con excelentes intérpretes y con estudiosos flamencólogos  y poetas como Felix Grande.   La de Llerena, que desde hace muchos años dirige con gran acierto, toda la voluntad del mundo y contados  medios económicos, Marcelo Rodríguez  con un excelente cuadro de colaboradores  y  socios entusiastas,  es una muestra de ellas. Encomiable labor que mantiene vivo este patrimonio cultural  al que las jóvenes generaciones debían asomarse para apreciarlo y separar el grano de las granzas.  Bulerías, soleás, tangos, peteneras, fandangos, cañas, colombianas… A ver quién  se atreve con ellos y se arranca  con  una seguiriya, pongamos por caso.

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