Finales de agosto.

 

 

Al final de agosto amarillea el sol en su puesta,   y su luz, que se hacía de oro en los montones de grano,  se va  gateando por los tejados y las tapias. El ejido ya no tiene el ajetreo laborioso que tuvo cuando las eras lo ocupaban. Los agricultores lanzaban a la marea  gallega las palas  de cereal para  su limpia, mientras los niños jugábamos al esconder entre los haces

Los rastrojos quedan ahora desdentados, ralos, casi a  la altura parda de la encía grieteada. Las cosechadoras y empacadoras aprovechan  al máximo el corte.  Poco queda para el  agostadero y los rebaños de ovejas van de un sitio a otro levantando nubes de polvo a su paso  por  este erial en que se han convertido los campos. La tórtola africana que rasgaba el aire con su raudo y sinuoso  vuelo ya no sestea en el encinar y en la alameda. Casi ha desaparecido de estos lares.   Están tristes los campos en este epílogo veraniego. Las hojas de la encina y el olivo pardean polvorientas y  mustias.  Las escasas pozas que aguantaban el estío son este  año  bocas resecas y angustiosas a la espera del agua de otoño.

 

 

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