Los exámenes son metas volantes de una carrera de obstáculos cuya finalidad es labrarse un porvenir o encontrar un puesto de trabajo. Los sufrimos todas las personas alguna vez en la vida. El número y dificultad depende de las ocupaciones, oficios y profesiones que se pretendan. Reciben nombres diversos: pruebas, entrevistas, concursos, convocatorias, oposiciones…Hasta la cumplimentación de impresos o instancias constituyen filtros que calificará el ojo avizor del otro lado de la ventanilla.
Mayo ha sido siempre un mes de inquietud angustiosa e intenso trabajo para los estudiantes. Para algunos porque lo confiaban todo al último esfuerzo y todos porque querían aprobar las asignaturas sin que quedara ninguna pendiente para septiembre.
De mis tiempos de estudiante recuerdo actitudes y comportamientos de los compañeros.
Unos preferían la noche para estudiar, otros el alba. Estaban los que aplazaban siempre la ocasión y nunca la hallaban propicia. Llegada la hora del propósito razonaban juiciosamente: “Estoy cansado y ahora, haciendo la digestión, no es bueno esforzarse, así que me acuesto y mañana al despuntar el alba estaré en perfectas condiciones”. Pero la carne es débil, aunque el espíritu esté presto, y cuando la de los dedos rosados dibujaba perfiles y el fresco de la amanecida invitaba a arroparse, la voz de la pereza, que siempre encuentra razones, justificaba de nuevo: “Si me levanto tan temprano voy a estar adormilado a media mañana. Prefiero aprovechar bien las horas de descanso para rendir mejor después. Si acaso, me quedo por la noche”.
Los conocí de voluntad de acero y determinación constante, que se acostaban tarde y despertaban temprano, haciendo hábitos del sacrificio.
Alguno hubo que para sacar el máximo provecho al tiempo y mantener vigilia y concentración temerariamente tomaba ‘Centramina’. Algún otro, un gran vaso de café bien cargado para espabilarse, pero a este le provocaba el efecto contrario: a la media hora roncaba como un quinto.
En los años cincuenta y sesenta existía un examen de ingreso para comenzar el bachillerato. Lo implantó la ley de Ordenación de la Enseñanza Media en 1953, siendo ministro de educación Joaquín Ruiz Jiménez. Se podía hacer cuando se cumplían diez años.
La ley citada establecía un bachillerato elemental que comprendía cuatro cursos y un bachillerato superior de dos. Al finalizar cada uno de ellos se realizaba un examen de grado o reválida que daba derecho a un título, expedido el primero por los directores del instituto correspondiente y los segundos por el rector de la universidad a que perteneciera la provincia. En el bachillerato superior se podía optar por ciencias o letras. Además, existía el bachillerato laboral encaminado a incorporarse al mundo del trabajo.
Los exámenes de grado o reválida se hacían en los institutos correspondientes en convocatorias de junio y septiembre. Estos exámenes constaban de tres grupos: ciencias, letras e idiomas y Formación del Espíritu Nacional y se podían aprobar por separado, pero sólo se hacía la nota media si se superaban los tres.
Esta mañana de este mes florido al despertarme me he acordado de todo esto y de los estudiantes que en estos momentos estarán hincando los codos y tapándose los oídos con los dedos pulgares para concentrarse en el estudio mientras la primavera se contonea en los rosales y el azahar invade la estancia con aromas seductores.