Lo primordial era solventar lo inmediato y perentorio. Para la mayoría de las familias consistía en que no faltara el pan en la mesa. Por eso cualquier ayuda en casa era poca y algunos compañeros tenían que abandonar la escuela antes de terminar la escolaridad. De los que la terminaban la mayoría no continuaba estudiando. Los que seguían eran en su mayor parte hombres. Mujeres,menos.
Los hijos de agricultores y ganaderos de mediana hacienda solían incorporarse a las explotaciones familiares para continuar con el mismo trabajo que tenían sus padres y tuvieron sus abuelos. Para los que no disponían de propiedades las alternativas eran limitadas. Buscar acomodo en las ajenas por poco más que el aprendizaje y la comida, iniciarse en un oficio en algunas de las actividades que se realizaban en el pueblo o estudiar, que estaba al alcance de pocos.
Las casas grandes, las de familias con extensos latifundios, empleaban a un número considerable de personas: mayorales, aperadores, gañanes, pastores, mozas, “rapas…” (de rapaz, muchacho encargado de los recados y menesteres más livianos). Muchos de estos empleos solían pasar de padres a hijos por aquello de la confianza.
Con algo de ironía y no menos desdén la gente del campo llamaba artistas a quienes se dedicaban a profesiones que no eran la suya: carpinteros, zapateros, herreros, molineros, panaderos, tenderos, funcionarios…
La tradición: “Tié que ser campusino,tié que ser de los nuestros…” unida a un cierto desprecio por los estudios: “Pues el mozu empringó tres papelis/de rayas y letras/y pa ensenrearsi/de aquella maeja/ijo que el aceite que a mí me tocaba/era pi menus erre, ¿te enteras?” hacía que se valorara más un carro en la puerta que una carrera, más los graneros llenos que un lejano futuro con años de gastos y carencias productivas.
Pero los tiempos empezaban a cambiar. Había ganas de aprender, aun a costa de grandes privaciones. Existía otro mundo tras las lindes y las cercas.
Se empezaban a hacer cursos por correspondencia, muy en boga, y a practicar mecanografía. Saber escribir a máquina era galón y el primer peldaño para acceder a una colocación que librara de las penosas labores campesinas.
Había clases nocturnas de pago para los que no podían ir a la escuela durante el día por motivos de trabajo. Las cuatro reglas, la regla de tres, los repartimientos proporcionales y las cuentas cochineras de arrobas, libras y cuarterones eran necesarias para desenvolverse en el día a día.
Comenzó a ir un autobús, costeado en parte por los padres, a Azuaga al recién creado y único instituto de la zona. Recogía también a alumnos de otros pueblos cercanos.
Los internados estaban lejos de las posibilidades de la mayoría de las familias. El Seminario era la opción más económica para los varones. Vocación aparte. Muchos con becas del PIO, a otros les costeaban los estudios familias pudientes. Al resto se lo pagaban sus padres con más o menos sacrificio. Catorce mil pesetas costaba el curso, pagaderas trimestralmente en aquellos principios de los sesenta.