La primera vez que me mandó mi padre al estanco fue para comprar un timbre móvil. Le pregunté que para qué servía eso. Ya lo verás cuando te lo den. Yo lo asociaba con bicicleta, pero me dieron un sello sin Franco. Mi padre lo pegó en un papel, previo lengüetazo. Ni sonó ni se movió.
Conocí posteriormente mejor lo que despachaban en los estancos porque el de mi pueblo estaba frente a mi casa y quienes lo tenían me trataban como si fuera de su familia.
Algunos anochecidos me iba allí y me sentaba al lado del regente. Tenían la expendeduría en el primer paso, en la habitación de la izquierda, según se entraba. Un mostrador de madera lo separaba del pasillo. En dos cajones guardaban los sellos y el dinero. Las monedas, en una cestita de pita y debajo de ella los billetes, a los que había que recomponer a menudo debido a su mal estado. No sé si pesaba más el papel o los remiendos y la mugre que acumulaban. Los había de una, dos y cinco pesetas. Los de más valor escaseaban.
Cuando terminó la guerra civil la concesión de estos establecimientos se realizaba para “amparar a los que habían luchado en los campos de batalla o sufrido más directamente las consecuencias de la guerra…” Del bando triunfador, se entiende. Tenían derecho preferente a regentarlas las viudas y huérfanas solteras. Las transmisiones hasta el año 2005 se hacían solo entre los familiares de tercer grado de parentesco, como máximo. Algunos beneficiarios los arrendaban a terceras personas, aunque esa modalidad no estaba recogida en la ley.
Llegaban los hombres del campo a comprar al atardecer. A algunos les cogía de paso y se presentaban con la ropa de faena, barba incipiente y una larga faja negra liada alrededor de la cintura. Les servía de abrigo y protección para tantas inclinaciones a tierra, para mitigar el peso de las cargas y el empuje de los brazos sobre la mancera. Cubrían sus cabezas con sombreros de paja, bilbaínas o mascotas negras. Los colores de sus vestimentas eran oscuros y las de faena de crudillo, con colores grises o marrones. Esto añadía años a la apariencia de edad. Aquellos hombres, que podían tener treinta o cuarenta años, a mí me parecían ancianos. Compraban tabaco picado y libritos de envolver. Algún mechero de mecha o de martillo. Y piedras para la chispa en forma de pequeños cilindros.
Mujeres iban pocas. Cuando lo hacían pedían sellos y sobres de los de avión con bordes rojos y azules. Y tabaco para los hijos o maridos si estos no podían acercarse.
Horas de revuelo esas del anochecido. De ultramarino y de fragua, de tibia leche en el establo, de rezos a la puerta de la ermita, de olor a tortilla recién hecha, del lucero en el cielo y el guizque del electricista dando luz a las calles.