La desconfianza entre naciones, camuflada con saludos y sonrisas dentífricas, está cargada de puñaladas invisibles. La farsa de las fotos oficiales se hace con el brillo de los flashes que desprenden las hojas de los cuchillos. La cortesía barniza y disimula las verdaderas intenciones. Para saber cuáles son estas se recurre pérfidamente al espionaje. Esta práctica no es exclusiva de las relaciones entre países. También se da entre compatriotas de distintos partidos políticos. En la cima de la indefensión está el ciudadano corriente que es espiado a través de las redes sociales.
Además de los encantos de las Mata Hari de turno, actualmente se emplean sofisticadas técnicas para meterse en las vidas ajenas. Ya sabemos que las paredes oyen, que lo avisó Juan Ruiz de Alarcón en el siglo XVI y lo comprobamos diariamente en nuestras casas. El ruido de las cisternas y de los cabeceros, son de dominio vecinal. Esta intromisión es casi inevitable, pero, la otra, la que se hace voluntariamente con intención aviesa, sí debiera eliminarse. Pido al menos que queden a salvo de las pesquisas algunas zonas. ¿O es que ya uno no va a poder largar una sonora ventosidad en medio de la dehesa por temor a que lo estén grabando? Si ya es tarde para que atiendan mi ruego y lo han captado sus micrófonos y cámaras, iba por ustedes, señores espías.