Esas pequeñas cosas

En las películas del oeste los viandantes abandonaban las calles y se metían en sus casas cuando llegaban los forajidos. Solo espinos secos arrastrados por el viento las recorrían.  Su entrada en la cantina producía un cese repentino de charlas. Por los visillos de las ventanas los ojos asustados de las damiselas observaban los aconteceres, que generalmente terminaban como el rosario de la aurora. Nuestras calles vacías me han traído a mientes estas imágenes.

El silencio ha caído sobre ellas como una capa de melaza. Ha concentrado en unos días muchos años de soledad. Por dudar de esta situación necesito asegurarme a veces con pellizcos mentales de que lo que estamos sufriendo no es la angustiosa pesadilla de un sueño.

 Nuestros padres y abuelos tuvieron la guerra como referencia para situarse en el tiempo. Eso fue antes, durante o después, delimitaban. Nuestros hijos relatarán hechos remitiéndose a estos días que estamos soportando ahora.

Los que pasan por la calle van con miedo, esquivando encuentros y recelando de quienes hace poco compartían reuniones y asientos en lugares públicos. ¡Quién sabe si en ellos anida ya el virus maligno! Si al menos fuera visible le plantaríamos cara o lo esquivaríamos, pero, sin saber seguro los parapetos tras los que se esconde, presentimos en cada sombra, en cada esquina un puñal que puede horadarnos los pulmones. 

Parece que ha habido una explosión que en vez de expandir ha succionado a todos los vecinos por las oquedades de sus casas. Como Bernarda Alba, las autoridades han decretado el encierro. “…No ha de entrar en esta casa el viento de la calle. Haceros cuenta que hemos tapiado con ladrillos puertas y ventanas…”. Un luto que previene lamentos.

Pero yo quiero y espero salir de este encierro con todos ustedes hacia la luz de abril que nos aguarda. No importa lo larga que sea la espera si al final hay prados con margaritas y apacible brisa en las riberas de los ríos.  Echo de menos, mientras llega ese día, las cosas que antes parecían no tener importancia. Las rutinas que nos hacen la vida más agradable.  Salir a dar un paseo por las calles del pueblo, tomar unas cañas hablando intrascendencias, recorrer en bicicleta los caminos, escuchar entre choperas y encinares el canto del ruiseñor, la mirla o el jilguero; un adiós y ahora nos vemos  a los amigos con los que te cruzas,   sentarse en un banco a contemplar el paso de la gente y el juego bullicioso de los niños en el parque, ver un partido de fútbol en el bar de la esquina discutiendo sobre un fuera de juego, salir al campo a coger espárragos y setas… Y es que hasta que no las hemos perdido no hemos caído en la cuenta de lo que valen. Cuando salga les tributaré un merecido homenaje y disfrutaré cada paso y cada hora de esas acciones aparentemente intrascendentes.

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