No doblaban las campanas con el triste y lánguido son de los entierros. Eran repiques de gloria por un niño que había subido al cielo. En el pueblo lo llamaban ‘enterrito’, con el diminutivo cariñoso que envuelve a quienes dejan el mundo tan temprano.
Era el ataúd blanco y pequeño con ribetes dorados, pero la pena de sus padres y abuelos debía de ser profunda y negra por los gritos y llantos que salían de la casa cuando llegaron el cura, el sacristán y los monaguillos para llevarlo a la iglesia. Unos minutos intensos que conmovieron a todos los presentes.
En los años cincuenta la mortalidad infantil en España era de 68,22 por cada 1.000 niños nacidos vivos. Una barbaridad. En el año 2020 ha sido de 2,35.
En aquellos años faltaban centros sanitarios y recursos económicos, eran largas las distancias y escasos los remedios para algunas enfermedades. Se paría en las casas y aunque la destreza de las comadronas y buena voluntad de los allegados hacían todo lo que estaba en sus manos, cuando se presentaban complicaciones era difícil solucionarlas. Algunos morían en el parto. A veces también sus madres. Me angustiaba el dilema moral que podía presentarse en el caso de tener que elegir entre la vida de la madre y la del niño que iba a nacer.
Eran entonces los cementerios centros de logística para ahorrar trabajo a las alturas. Un juicio final que la doctrina anticipaba. Los no bautizados, suicidas y no creyentes no tenían sitio en el camposanto. Los niños que habían recibido el bautismo iban directamente al cielo.
En ciertas regiones de España hablan de celebraciones de bailes en torno al cadáver de los críos. «Mi Antoñito murió ayer, antes de haber cumplido los cinco años, y como sabemos de fijo que su alma va derecha al cielo, la acompañamos con música y con baile y con un traguito…” Lo narra José Augusto de Ochoa y Montel (1808-1871) hablando de esta costumbre en la provincia de Jaén.
En la isla de La Gomera, según recoge Antonio Tejera Gaspar en ‘La religión de los gomeros’, pervivió hasta finales del siglo XIX y principios del XX el conocido como ‘velatorio de los angelitos’. Le cantaban durante toda la noche al cadáver de la niña o el niño. La madrina era la primera que bailaba con él en brazos por la habitación. Después el padrino y posteriormente todos los presentes comenzaban a bailar y a recitar versos. A la mañana siguiente le ponían cintas de colores al féretro con los encargos que cada uno había escrito para que al llegar al cielo los entregara a sus familiares muertos.
Cuando bajamos del camposanto yo venía triste, haciéndome preguntas, como Juan Ramón al lado de Platero. “¡Qué lujo puso Dios en ti, tarde de entierro! Desde el cementerio, ¡cómo resonaba la campana de vuelta en el ocaso abierto, camino de la gloria!”