
La edad fronteriza entre la niñez y la adolescencia es un pasadizo inestable de sensaciones intensas y contradictorias. El cuerpo se convierte en un volcán de hormonas y los sentimientos afloran en tropel. Entonces descubrimos que el imán de los afectos nos atrae y nos domina. Es la edad de la pavera, la de los azoramientos sin motivos aparentes porque el mundo interior bulle en candelas y creemos que una mirada puede estar denudando nuestros pensamientos. Las ensoñaciones de los amores platónicos, de la timidez que levanta barreras. La de enfados repentinos y melancolías sin fundamento. La inmadurez buscando acomodo en arenas movedizas. Esa etapa de la vida en que nos asomamos al precipicio de los desengaños o alcanzamos la gloria de ser correspondido.
Cuando de adultos añoramos la juventud como un tesoro perdido no nos acordamos de esta noria que va del cielo al infierno con intensísimos vaivenes y vacíos de vértigo.
En el proceso de enamoramiento hay miradas que hablan, palabras ambiguas que nos desvelan de madrugada intentando descifrarlas y frases con puntos suspensivos que dejan abierta la puerta a la esperanza.
Las generaciones actuales tienen campo abierto y múltiples oportunidades para tratarse y conocerse. Las de hace muchas décadas, menos. Tuvieron que utilizar maña e ingenio para los encuentros. Los bailes de los días de fiesta ofrecían unas de las pocas ocasiones en que los varones podían comprobar que el talle se curvaba al llegar a la cadera, pero sin pasarse. ‘Un poquito para atrás, por favor, y la mano más arriba’. Los dedos podían doblar su número entrelazados con los de otra piel al son melodioso de un bolero.
Era el lugar y el momento más propicio para declarar amor y esperar respuesta. Con tiempo por medio, por supuesto, porque no estaba bien visto decir sí a la primera. ‘Lo pensaré’, aunque se estuviera deseando.
