Por estas fechas de Semana Santa los jóvenes paseaban por las calles cercanas a la iglesia. Ensayaban, como pajarillos volanderos, revoloteos en el aire del cortejo, con equilibrio aún inestable, desde el nido de la niñez hasta la primera adolescencia. Las hormonas bullían en los cuerpos y como cualquier especie animal buscaban parejas para compartir afectos. Era un ir y venir con cruces de miradas, risas y cercanos aleteos.
En un momento convenido se acercaban los varones, dos generalmente, al grupo de hembras. Vuelta arriba, vuelta abajo hasta que las pretendidas, si los demandantes eran de su agrado, se apartaban del grupo en el mismo número que los llegados. Al día siguiente si las dos mocitas paseaban juntas la señal estaba clara. Los dos varones entraban en plaza como perdigones en marzo. Conseguir hacerlo solos, un varón y una hembra, suponía una conquista significativa y una confirmación explicita de aceptación. Existían símiles columbinos para explicar el proceso: apartar del bando y después arrastrar el ala en el requiebro.
Primeros escarceos titubeantes, de palabras vanas y ademanes indecisos. Cualquier gesto cómplice servía para unir con hilvanes trocitos de gloria. Con una palabra se construían después los más bellos discursos en la soledad de casa. ¡Cuánto daba de sí el roce de los brazos en el ir y venir de los paseos!
La luna llena cubría los tejados y las calles de plata y en las procesiones, las filas de hombres y mujeres, separadas, de velas y silencio. Los jóvenes con un GPS mental tenían localizadas en cada hilera a sus parejas y en los lugares más estrechos, si coincidían, un rubor de cera y llama iluminaba sus candorosas mejillas. Inocencia de los amores primeros.
En otras ocasiones se acercaban los varones a los pueblos próximos para relacionarse. Los medios de locomoción eran escasos. Los de Ahillones iban a Berlanga andando o en bicicleta, quienes disponían de ellas. Con una linterna atada al manillar y con presillas en los bajos de los pantalones para no mancharlos con la cadena.
Pero las coyundas foráneas no gozaban de buen predicamento. “El que casa fuera o va a engañar o a que le engañen”. Y los lugareños no veían con buenos ojos a los intrusos que pretendían a una de sus mozas. Podían acabar en el pilar de la fuente por su osadía o, irremediable el emparejamiento, debían aceptar las invitaciones que les impusieran los nativos. Costumbres de antaño.
Para formalizar noviazgos había que pararse, que una cosa es revolotear entre las flores y otra emparejar castas.
La familia intentaba encauzar preferencias. Ponderaban virtudes: “¡Qué “arriscá” es la hija de Fulanito, una mujer de su casa” o “Qué formal y trabajador el de Menganito”.
No eran pocos los enlaces entre parientes, primos hermanos incluidos. Una monogamia ancestral que rompía lindes y unía heredades.
Por recomendación de unos familiares un hombre ya metido en esos años límites entre soltero y solterón se embarcó en el matrimonio para no quedarse solo en la vida. No debió irle muy bien el abarco porque repetía en más de una ocasión el siguiente dicho: “Me casé con una tonta por culpa de unos parientes, los parientes en su casa y yo con la tonta siempre”. Claro, que lo mismo podría decir de él su consorte.