Enero

rocioAquellos días de vino y rosas en que regresaba a mi casa de madrugada, a veces cuando los gallos afinaban quiquiriquíes en el yunque rosado de la aurora, me aseguraba antes de cerrar la puerta de que no quedaba nadie por llegar. El último que atranque, se dice por aquí.  Echaba el cerrojo con sumo cuidado y andaba por la casa como una pavesa, de puntillas y a oscuras hasta que encendía la luz de la cocina tras sobar la pared para encontrarla.
Temía que mis pasos tropezasen con alguna silla mal colocada o, perdido el norte, me topase con la maceta de aspidistra que estaba bien localizada en el plano mental, pero desubicada por mi mala orientación, lo que hubiese supuesto despertar a los que dormían y que descubriesen la tardanza en recogerme.
En la mesa estaba la cena que dejaba mi madre preparada.  Comía como si enhebrara silencios en el aire por no hacer ruido, evitando que los cubiertos rozasen unos con otros. ¡Cómo suena una cuchara sobre un plato a esas horas!  Una vez cenado me dirigía con el mismo sigilo a mi cuarto para meterme en la piltra. Entonces escuchaba una voz desde la habitación de mis padres que me sobresaltaba como a un ladrón sorprendido in fraganti: “¿Has cerrado la puerta?” No, no es que los hubiese despertado. Es que no se habían dormido todavía. Me imagino, siendo yo padre ahora, su alivio al saber que todos estábamos recogidos y salvos. La madrugada se llevó algunas vidas abruptamente y eso dificultaba conciliar el sueño.
En estas noches de enero, cuando las estrellas parecen trocitos de hielo que dejan caer escarcha silenciosamente sobre los tejados y los campos para tejer alfombras de crujiente encaje a las mañanas, pensaba de camino para casa en la crueldad que supone pasar una noche como estas sin cobijo. Me acordaba de las personas que ponen entre su cuerpo y el cielo solo unos pocos de cartones y la suerte que tenía yo de llegar y tener la mesa puesta y la cama bien provista de mantas.  Pensaba en la resistencia de los animales a la intemperie para aguantar ese frío gélido que parece solidificar el aire con carámbanos. En la perdiz, con su plumaje abultado, aguardando a que los primeros rayos de sol alumbren los oteros de amarillo para echar un reclamo a la alborada. En las liebres, agazapadas al raso en sus camas entre las siembras, los barbechos y los juncos de los arroyos.
lumbre
 Me sentía afortunado de disfrutar de estas pequeñas grandes cosas a las que no les damos importancia cuando las tenemos y añoramos cuando las perdemos, como encontrar a la mañana siguiente la candela encendida y el brasero recién echado con el solideo de papel de chocolate coronando las cenizas y el rescoldo del que había calentado la casa el día anterior. El anafre con el carbón al rojo esperando las tostadas para cubrirlas de manteca ‘colorá’ de la matanza recién hecha. Pequeñas grandes cosas de otros eneros que vuelven por las rendijas de la añoranza. Ahora nuestros hijos, que tampoco valoran mucho lo que se encuentran cada noche o cada mañana, están llenando las alforjas de los recuerdos para lamentarse cuando sean mayores de  todo lo que perdieron.

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