Elaborado en Extremadura

Llegaban al pueblo a comienzos del otoño unos camiones muy grandes para llevarse la lana de las ovejas. En el momento en el que los veíamos aparecer los seguíamos por las calles hasta la puerta de los laneros. Allí estaban almacenados los vellones metidos en sacos o jardas desde la esquila de la primavera, cuando los manigeros los enrollaban en los ‘guaches’ cada día de trabajo.
Los camiones procedían del norte. En las puertas de las cabinas estaba el nombre de la empresa, ‘San José’, que tenía su sede en Guipúzcoa. Los conductores hablaban con una entonación que nos resultaba llamativa, con palabras y expresiones que desconocíamos.
La llegada de estos mastodónticos vehículos suponía para nosotros un acontecimiento extraordinario, habituados a ver por las calles del pueblo solo carros y remolques.
Los mayorales de las casas (así era costumbre denominar, añadiéndole el nombre del propietario, a las empresas agrícolas y ganaderas con bastantes acomodados y abundancia de fincas y ganados) dirigían la operación, controlaban el número de sacos que salían y su peso.  Los empleados los echaban al camión y el camionero y su ayudante los colocaban adecuadamente para que no se desequilibrase la carga. Después los sujetaban fuertemente con sogas y correas. El momento de la partida era lo más emocionante para nosotros porque las sacas casi rozaban los cables del tendido eléctrico que iban de esquina a esquina y a veces tenían que elevarlos con palos para que pudieran pasar. La excelente lana de las merinas viajaba a otros lares para su lavado y transformación en industrias textiles.

En el tiempo del verdeo también llegaban camiones que se llevaban las aceitunas. Cada tarde, cuando regresaban los aceituneros del campo traían las recolectadas durante el día a los puestos, que eran los almacenes o locales donde se descargaban, pesaban y almacenaban hasta que se juntaba una cantidad suficiente para cargar un camión.  Los compradores eran los que establecían precio y condiciones. Venían de fuera y se asociaban con los propietarios de estos locales, quienes por su conocimiento del vecindario eran los que trataban con los agricultores. Una fila de carros y posteriormente de tractores se iba formando por orden de llegada hasta que a cada uno le tocase el turno. La entrega de un vale servía como justificante para el cobro.
A los cerdos y los borregos criados en las dehesas extremeñas se los llevaban también a otras regiones y los comercializaban como propios.
El camión de la leche pasaba cada mañana y se llevaba la que había sido extraída por ordeño a mano el día anterior. Toda, menos la que se vendía a granel a los vecinos que iban con lecheras a por ella y la que algunos pocos ganaderos utilizaban para hacer quesos de manera artesanal.

Con los cereales sucedía algo similar desde que dejó de ser obligatoria la venta del trigo a los organismos oficiales del Estado.
En los años sesenta empezaron a irse los jornaleros, braceros, pequeños artesanos y propietarios de mediana hacienda a lugares donde poder encontrar un trabajo  y unos ingresos más elevados.
Afortunadamente la situación va cambiando y nuevas generaciones de empresarios van abriendo camino con esfuerzo e imaginación para que los productos de este granero y despensa que es Extremadura sean apreciados y reconocidos por su calidad y origen.

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