La primera vez que vi un tren fue en la estación de Llerena. Estaba lloviendo y se acercaba perforando la oscuridad de la noche como un cíclope con su ojo luminoso y su melena blanca al viento. Cuando paró tuve la impresión de que aquella máquina de vapor que daba resoplidos y desprendía nubes de humo por la chimenea y los costados iba a estallar de un momento a otro. Pasó un empleado golpeando las ruedas de los vagones con un martillo mientras algunos viajeros bajaron para tomar algo en la cantina.
¡Qué habilidad-pensé- la del maquinista conduciendo de noche sin salirse de los rieles!
Años después viajé con frecuencia a Badajoz en este medio. Existían entonces vagones clasificados en tres categorías. Una de las veces le pregunté a mi padre que por qué íbamos siempre en los de tercera. Porque no hay de cuarta, me respondió. Cuando leí lo que escribió Antonio Machado me sentí orgulloso de compartir la misma categoría que tan insigne poeta: “Yo, para todo viaje –siempre sobre la madera de mi vagón de tercera- voy ligero de equipaje”.
Desapareció la tercera categoría. Los vagones se dividían en compartimentos que se cerraban con una puerta corrediza con cristales. En el exterior, un pasillo de tránsito donde se ponían los que preferían estar fuera o no tenían sitio para sentarse. Nos asomábamos por las ventanas para ver el humo que salía de la máquina, sobre todo en las curvas donde el tren parecía una gran culebra negra chiflando y abriéndose paso triunfal por las dehesas. “Corre’l tren retumbando por los jierros de la vía. Retiemblan los recios alcornoques q’uesparraman alreor del troncón las hojas secas…”
En cada compartimento cabían diez personas sentadas de cinco en cinco, enfrente unas de otras. Los asientos eran de escay con un sufrido color azul. A ratos se conversaba o se permanecía en silencio con el traqueteo y los chiflidos de fondo. Alguien abría la talega o la hortera para tomar un bocado.
Nosotros con la excusa de ir al servicio atravesábamos de un vagón a otro por la aventura que suponía pasar por las chapas metálicas que se movían continuamente en aquel pasadizo tapado con lona en forma de acordeón.
Las cantinas de las estaciones se llenaban cuando el tren arribaba. Se le preguntaba al revisor que cuánto tiempo paraba y terminado el mismo avisaba: “¡Viajeros al tren!”.
Siempre iba de servicio en el tren una pareja de la guardia civil con su antiguo uniforme de correas y tricornios. Si lo consideraban oportuno pedían la documentación a los viajeros. En algunas paradas se acercaban vendedores con sus canastas de mimbre ofreciendo sus productos.
En las estaciones había un gran trasiego. Las mercancías se almacenaban hasta que las recogían los transportistas, entonces con remolque y con mulas, para llevarlas a sus destinos definitivos.
En la RENFE trabajaban muchas personas, especializadas cada una en una función, desde los jefes de estación hasta los mozos de equipaje, pasando por factores, guardagujas, guardabarreras… y todo el personal de mantenimiento de las vías.
Es hora de subirse al tren. Un tren digno y moderno que corra veloz por unas infraestructuras adecuadas y nos comunique con el progreso. No queremos los descartes de otras regiones españolas.
2 respuestas a «El tren»
Precioso. siempre me intrigó el medio, quizás marcado por las propias circunstancias de una vida lejana, pero al mismo tiempo muy presente y que con estos relatos vuelven a revivirse porque nos acercas. Gracias Juan Francisco.
Precioso. siempre me intrigó el medio, quizás marcado por las propias circunstancias de una vida lejana, pero al mismo tiempo muy presente y que con estos relatos vuelven a revivirse porque nos acercas. Gracias Juan Francisco.
Gracias por tu comentario, Rafael. Me alegra que estos relatos sirvan para evocar tiempos que vivimos y que permanecen en nuestros corazones.