Ahillones, a falta de Casino de Sociedad, tenía el bar del Sindicato, que, de una forma peculiar, cumplía algunas de las funciones de estas instituciones sociales. No disponía de unos estatutos que recogieran normas sobre entradas, derechos, deberes ni formas de comportamiento en su interior, pero sí se caracterizaba por unos usos y costumbres que observaban sus habituales clientes y por la abstención de entrar de los que no lo eran, aunque a nadie se le impedía el acceso. Su clientela era variopinta y heterogénea: funcionarios, labradores, pequeños artesanos, albañiles, profesionales liberales…
Los regentadores del negocio se trasladaron a este local desde la casa de Antonio Cabezas en la calle Mesones, que hoy ocupa su nieta Elena, donde empezaron su actividad en régimen de alquiler. En el corralón de esta casa proyectaban películas en verano en una de sus paredes. El dueño les ofreció permutar la casa de Mesones por el local de la plaza, también de su propiedad, y allí se trasladaron y continuaron con el negocio hasta 1977 en que murió José.
Cada miembro de esta familia representaba en su trabajo un papel. Manuel, el padre, era el cancerbero adusto y serio. José, el hijo, despachaba la mercancía, con algunos tics adquiridos en el desempeño de la profesión, como cerrar la botella de vino a rosca cada vez que llenaba una ronda. Guaditoca, la esposa y madre, era la encargada de las relaciones públicas y la cocinera, de negro el vestido y blanca la cabeza con su moño, locuaz y zalamera. Era el alma del negocio. Si hacía falta echaba la partida con los habituales. Los domingos y festivos, sentada a la derecha, inmediatamente después de la puerta de entrada, recibía a los clientes con un saludo de bienvenida, interesándose por algún familiar, haciéndoles carantoñas a los niños que venían con sus padres o simplemente con comentarios intrascendentes sobre el tiempo, pero para todos tenía unas palabras.
La clientela del mediodía estaba compuesta normalmente por los “artistas” (funcionarios del Ayuntamiento, Hermandad Sindical, los dos médicos y practicante, y algún agricultor ya jubilado, entre otros, aparte de los clientes de aluvión como viajantes o representantes).
Por la tarde, a la hora del café, acudían los de la partida de subasta y los mirones y contertulios que echaban atrás las horas de la manera menos fastidiosa. José Toro, José Cabanillas, Antonio Blanco, Alfredo… Si era verano salían después a la calle a tomar el fresco que bajaba por Mesones. La noche, sobre todo a partir de los años setenta, fue más cosmopolita y reunía a un personal más variado.
La barra estaba en el segundo cuerpo del local, separado del primero por una gruesa pared. Ésta tenía dos aberturas por las que se accedía al mostrador. La de la izquierda era baja, tanto que tenías que agacharte para no dar con la cabeza en el dintel, y daba a una mesa camilla que estaba junto al recodo que hacía la barra, era como un pequeño reservado.
Carlos el jabonero fue un vecero de esta mesa de al lado de la barra, junto con mi padre, José y Francisco Gimón, García el de la huerta Morera, Francisco Ruiz y tantos otros.
La otra entrada, más amplia, era la usada normalmente y estaba enfrente de la puerta de la calle. Una vez traspasado el muro, (por la abertura, se entiende) a la derecha y cerca de un frigorífico de cuatro puertas de color caramelo con manillas niqueladas, había, pegada a la pared, una pequeña mesa rectangular. Esa mesa y esa silla tenían dueño: Francisco Sánchez, sin cuya presencia durante años en ese sitio no puede entenderse el bar del Sindicato. Se sentaba poniendo el respaldo de la silla hacia el brazo izquierdo, sirviéndole de apoyo y el otro brazo en la mesita, junto a la inseparable “chiquenina” y el vaso. El primero lo enjuagaba con un poco de vino y lo arrojaba a los pies del mostrador. Era una forma de higiene preventiva. Siempre tenía un saludo afable para los que pasaban por allí.
Otra reunión asidua durante los años setenta la formaron Pedro José, Antonio Murillo, José Sánchez, Jesús Guerrero, Miguel y Alonso Vizuete… y los que nos uníamos a ella cuando llegábamos de vacaciones.
El primer cuerpo del local, que daba a la calle, era el salón principal, allí estaba la televisión. Disponía de cuatro mesas camillas con sus enagüillas y tapetes, y generalmente eran ocupadas cada noche por los mismos clientes.
En la última parte de la casa estaba la cocina, pequeña y comunicada con un minúsculo comedor antes de un pequeño corral. De la cocina hacia la derecha nacía la escalera, en cuyo descanso, sujeto a la pared, estaba el teléfono, negro y de cordón de tela. Esta escalera daba acceso al piso alto de la casa donde dormían los moradores.
Ya muerto Manuel, cedía Guaditoca este comedor a algún grupo de confianza para hacer allí sus cochoflos. La última vez que se usó para estos menesteres fue muy poco antes de la muerte de José, con sardinas asadas que trajo el Tato de Valverde.
En los domingos de verano la terraza de la calle era de las más concurridas del pueblo. Ponían el televisor en alto, sobre una mesa y un velador. Era cuando salían los matrimonios y allí se sentaban a tomar el fresco mientras los niños jugaban en la plaza.
Los días de diario del verano se echaba el fondo en pequeños grupos que charlaban de sus temas. No tenían nada más que callarse los de un grupo para escuchar nítidamente lo que estaban gritando los de al lado.
La chiquenina era una botella de cuarto y mitad de capacidad. Generalmente tenían buen vino y estas botellitas eran la medida ideal cuando uno iba sólo, aunque después no fuera la única que se bebiese. Cuando venía José a traerla al velador tenía la costumbre, a modo de broma, de arrimársela al brazo o a la cara de alguno con el que tenía más confianza y así te sorprendía con la frescura que producía el frigorífico, ese frigorífico color de caramelo siempre con su run run. Por cierto que antes tenían uno no eléctrico, color marfil, de los que se les ponía una barra de hielo y que posteriormente adquirió Juan López y lo instaló en la Acción Católica para enfriar las caseras que vendía en vasitos.
José Menor era cliente asiduo. Solía sentarse en la mesa que estaba enfrente de la puerta de entrada. Ahí lo recuerdo el último domingo por la noche que lo vi. Era octubre. Su cara curtida por el sol, peinado hacia atrás con su botellita. Gran cazador y persona servicial donde las hubiera. En esta mesa, él, Junto con Manolo González, Antonio Manchón, Cándido, Francisco el veterinario y algún otro crearon las bases para la puesta en funcionamiento de la Sociedad de Cazadores.
Serafín el practicante, Juan Antonio Valencia y algunos otros formaban grupo en el que no faltaban las polémicas sobre cualquier tema de actualidad, sobre todo fútbol. Estas y otras conversaciones aumentaban de intensidad decibélica a medida que avanzaba la velada.