En el Seminario ingresaban en los años sesenta un número considerable de alumnos. Por ejemplo, en el curso 1964-65 había matriculados 385 seminaristas entre los cursos inferiores y superiores. Y no es que fuera gratis. Catorce mil pesetas anuales pagaderas por trimestres. Téngase en cuenta que el salario mínimo establecido en el año sesenta y tres era de sesenta pesetas diarias o mil ochocientas pesetas al mes, con lo que suponiendo esos ingresos fijos durante todo el año, que es mucho suponer, había que detraer el 65% para pagar exclusivamente el internado, sin contar otros gastos. Fue gracias a las becas del PIO y de algunas instituciones, fundaciones y a las donaciones de familias como muchos pudieron estudiar.
Las becas del PIO empezaron siendo de seis mil pesetas para terminar en unas diez mil a finales de los sesenta. De lo sobrante de estos ingresos se pagaban los libros de texto.
El administrador económico, cura rechoncho con gafas de pasta y amplia y marcada tonsura, llegaba al comedor cada final de trimestre para recordarnos con enfático verbo y exagerados gestos que nos hacían reír a los alumnos y a los prefectos el artículo catorce del reglamento de la institución que disponía la obligación de hacer efectivo el importe. Las arcas flaqueaban y había que pagar los garbanzos que nos comíamos.
No todos los que deseaban entrar en el Seminario lo conseguían. Durante el verano se celebraba un cursillo de quince días en el que los curas observaban aptitudes y comportamientos. No sé los que verían en mí pues yo tenía la cabeza más en el balón y los juegos que en los libros y las devociones. Como fuere, con la edad temprana de once años, recalé en el Diocesano de san Atón, sito en la cañada de Sancha Brava.
Conmigo en el mismo curso lo hicieron otros ochenta. Después de doce años de preparación cantaron misa doce.
De equipaje sentimental llevé un hatillo de murria en el corazón y una maleta en la mano que guardaba debajo de la cama con mis pertenencias materiales Ni fines de semana ni puentes por muchos ojos que tuvieran. Trimestres completos sin volver a casa.
Mi imaginación, proclive a la querencia, paraba poco en los libros y escapaba de las clases y la capilla por los ventanales hacia las calles y a los verdes prados de los ejidos de mi pueblo.
Desde la diana, a las seis y media, hasta las diez de la noche duraba nuestra jornada. A esa hora la Pastoral de Beethoven o el canto gregoriano de los monjes nos entregaban a Morfeo. “Bajo el manto de las estrellas” comenzaba el padre espiritual cada noche su última plática.
Al despertarnos la mañana del veintitrés de noviembre del sesenta y tres nuestro inspector nos dijo: “Vosotros sois muy pequeños aún y no comprendéis bien lo que ha pasado esta noche, pero es algo muy grave. Han asesinado al presidente Kennedy, de los Estados Unidos”. Así fue cómo, con cara de sueño y ojos de asombro, nos enteramos del magnicidio del que este martes pasado se ha cumplido el cincuenta y tres aniversario.
Las alegrías y las tristezas de aquellos años, que de todo había, permanecen indelebles en la memoria. ¡Éramos tan niños!
2 respuestas a «El Seminario»
Como jurista sabrás que estás cometiendo un delito con la publicación de está fotografía, por lo tanto espera la querella sobre la marcha………
Antonio Victorio, no hay delito, es mérito y suerte que nos hayamos metido en la edad que tenemos y que nos sigamos acordando de aquellos tiempos tan lejanos.
Como jurista sabrás que estás cometiendo un delito con la publicación de está fotografía, por lo tanto espera la querella sobre la marcha………
Antonio Victorio, no hay delito, es mérito y suerte que nos hayamos metido en la edad que tenemos y que nos sigamos acordando de aquellos tiempos tan lejanos.