(Publicado en el periódico HOY el 23 de octubre en la sección Raíces)
Obtener el permiso para fumar por primera vez delante del padre era algo parecido a una investidura. Suponía, como en la mili el valor, la madurez, una puesta de largo varonil y humosa que permitía el acceso al mundo adulto a través de cortinas de humo. ¡Ya ven ustedes qué atraso!
Muy pocas mujeres en nuestros pueblos fumaban en público y las que lo hacían limitaban su acción a ámbitos privados muy restringidos. No estaba bien visto. Sólo las veíamos en el cine. Así que este protocolo de iniciación humeante correspondía a los varones, como beber aquel coñac “Soberano” que era cosa de hombres. Aún faltaba tiempo y sobraba machismo en los medios de comunicación y en la sociedad para despojarse de estos prejuicios, aunque en el caso del tabaco maldita la falta que hacía.
La publicidad nos presentaba el fumar como un símbolo de hombría y conquista. Apuestos vaqueros americanos curtidos en plena naturaleza cruzando a caballo ríos de diáfanas aguas con sus reses y la música trepidante de “Los siete magníficos”, Sarita Montiel esperando sensual tras los cristales de alegres ventanales al hombre amado, a Humphrey Bogart, apuesto galán, no le faltaba el cigarro en la boca o en la mano. El humo campaba a sus anchas por gargantas y lugares públicos. Igual veías a un varón bailando en pareja con el cigarro en la boca cerca de los ojos de la compañera que al médico en sus visitas con la ceniza a punto de caer sobre el pecho del enfermo mientras lo auscultaba.
Antes del permiso paterno había un aprendizaje furtivo de caladas por los rincones más recónditos del pueblo, en las canteras del ejido, debajo de los puentes o en la penumbra del cine, donde fumábamos involuntariamente todos los que estábamos dentro. Madejas de espirales se elevaban hasta el haz cónico de luz que iba de la cabina hasta la pantalla en una ambiente irritante y tusígeno.
Hacer la “p”, que consistía en aspirar profundamente el humo hasta los bronquios y expulsarlo al aire de nuevo, era obtener ante los ojos expectantes de los amigos la calificación de sobresaliente. El “cum laude” se obtenía si además de por la boca lo expulsabas por la nariz.
Cuando no disponíamos de tabaco, hecho frecuente por la poca disponibilidad pecuniaria, recurríamos a sucedáneos, como la matalahúva envuelta en papel de estraza o al papel de periódico a secas.
A mí me autorizó mi padre en una reunión familiar con motivo de la feria del Cristo de Ahillones. Sin yo haberla pedido, un pariente le preguntó que cuándo me iba a dejar fumar en su presencia.
Sorprendido ante la petición mediadora dijo: “Anda, ya puedes hacerlo”. Y sin ganas y de improviso me vi echando humo como autobús al que fallan los pistones en una cuesta arriba. De esta forma y en aquel instante, el que antes era un mozalbete, sin dejar de serlo, quedó convertido en adulto por el reconocimiento que suponía en aquellos tiempos poder fumar sin tener que esconderse. Vaya conquista.