Desde la maldición bíblica que nos condenó al hombre y a la mujer, aunque aún no existía la costumbre de diferenciar masculino y femenino ni la grafía @ para unir los géneros, a comer el pan con el sudor de nuestra frente, hasta nuestros días, este alimento ha sufrido desde las más encendidas alabanzas hasta los más hirientes menosprecios y acusaciones de culpabilidad de obesidades.
Inalcanzable para muchas familias en tiempos de penurias, cuando costaba más un pan que una jornada de trabajo. Tiempos hubo en que se le daba un beso reverencial y agradecido si caía al suelo o se dejaba en una ventana para que otro lo aprovechara.
Formó parte de la niñez de los que hoy peinamos canas, acompañando con queso o chocolate, aceite y azúcar la merienda en las tardes de nuestra infancia. Era el rey de la mesa que los padres partían y repartían a todos los comensales.
Después lo degeneraron en forma de barras con vocación de chicle y prisas de ejecutivo. Tan poco se tarda en hacerlas como en convertirse en gomas elásticas.
Ahora vuelven a ponerlo de moda en las llamadas boutiques del pan, a vestirlo de pijo en tiendas exclusivas, acicalado con aditamentos y relleno de pasas, nueces o hierbas aromáticas.Bien para los que les guste, pero el pan no necesita tanto para estar bueno, sólo buenas materias primas maduradas al sol y a los aires morenos de nuestra tierra y tiempo adecuado de cocción en el horno.