El pan

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Un amigo, después de zamparse dos pasteles con nata y chocolate, llamó al camarero y le dijo:
-Por favor, cámbieme el azúcar por sacarina para el café.
Y es que estaba a régimen, uno de esos que   dicen que comas solo  proteínas,  que elimines los hidratos de carbono,   que no comas fruta por la noche  o que  tomes no sé qué mejunjes en ayunas.
 Al pan, sacralizado antaño y cantado por poetas como Fray Luis de León: “Comida celestial, pan cuyo gusto/es tan dulce sabroso y tan suave/que al bueno, humilde, santo, recto y justo/a manjar celestial, como es, le sabe”,  también le llegó su condena y fue marginado o reducida al mínimo su ingesta.
El trigo, su base,  creció entre  auras y vendavales,  temperos y escarchas, lluvia y niebla, plata de luna y guiños de estrellas, con cantos de perdiz,  alondras y trigueros.
Para Pablo Neruda es símbolo de reivindicación y lucha: “Iremos coronados/con espigas/conquistando/tierra y pan para todos/y entonces/también la vida/tendrá forma de pan/será simple y profunda/innumerable y pura”.
Surgen estas reflexiones después de leer  la crítica literaria que Manuel Pecellín hace en el  blog que tiene en este periódico sobre el libro de Magda Hollander-Lafon, Cuatro mendrugos de pan, en el que relata las penalidades que pasó en los campos de concentración de los nazis. Me conmovió una frase: “A punto de perecer, a la joven húngara (17 años)  una moribunda le entrega en Birkeneau cuatro mendrugos de pan mohoso, rogándole los coma y viva para testimoniar sobre lo que allí ocurría”.
Desde la maldición bíblica que nos condenó a que lo ganásemos  con el sudor de nuestras frentes hasta nuestros días este alimento básico ha  pasado de ser codiciado por salvar vidas en tiempos de escasez a  ser degradado por considerarlo culpable de gorduras indeseadas.
Muchas familias lucharon con denuedo para que no faltase en sus mesas.  Las cartillas de racionamiento de la posguerra lo incluían con cantidades limitadas por persona. Lo había blanco y negro. Este  se hacía con harina sin refinar y con  pieles de las semillas  de ciertos cereales, lo que conocemos como salvado. No era el problema su negrura, sino la mala calidad de los componentes. Prueba de ello es la alta estima nutritiva actual con buenos ingredientes  por su contenido en fibra.
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En los años de carpanta molían cereales y lo horneaban en hornos caseros,  a escondidas, porque el trigo  había que entregarlo todo al Servicio Nacional. Los que tenían y podían guardaban parte de sus cosechas en escondrijos para consumo propio o para dedicarlo al estraperlo con precios superiores a los oficiales.
Tiempos hubo en que  se le daba un beso cuando se caía al suelo.  Tirar el pan se consideraba  un desprecio a los que no tenían qué llevarse a la boca y una ofensa a quien se rogaba para que no faltase el de cada día. El trozo  que no apurábamos lo dejábamos  en el saliente de cualquier ventana porque, como recoge Calderón de la Barca en su inmortal décima, por más  pobres y míseros que nos consideráramos siempre había quien venía  detrás recogiendo las sobras que nosotros no queríamos.
No quitéis  galones a quien alberga cuerpo sagrado y con vino acompaña al caminante  para hacer camino.

2 respuestas a «El pan»

  1. ¡Qué bien lo cuentas,Juan Francisco! Como siempre.Por estas tierras,cuando cuento lo de poner el pan en la ventana,me miran raro.”Se pondrá duro”es la mejor de sus frases,la más iluminada.Haciendo sombra a esa frase que seguimos escuchando,que habíamos venido a comernos su p
    an.Mira si hay diferencia.Un saludo cordial en estas fechas tan agitadas.

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