El garlito

Ya había pasado la primera década prodigiosa de la posguerra.   No por musical, aunque aliviara, porque el que canta su mal espanta, sino por los prodigios que había que hacer para sacar un conejo o una paloma de la chistera, que por supuesto si salía iba a parar a la cazuela. Los pómulos prominentes eran colinas donde anidaba el águila del hambre y en los valles profundos de los ojos se remansaban la ansiedad y miedo.  
Todavía cantaban las cuarenta en bastos sobre el tapete cuarteado de la piel de toro y a los que osaban salir de la formación de filas uniformes se les reconvenía para que a la voz de ¡ya! volvieran a alinearse; así que, prietas estas, se dirigían hacia un horizonte con el sol siempre saliendo entre montañas, una imagen que hizo que muchos lo buscaran más allá de sus fronteras.
De ‘La morena de mi copla’ que cantaba Estrellita Castro con caracol en la frente y bata de cola, se pasó, vía castaño oscuro, al pan negro con molienda de semillas y cáscaras, cocidos en los hornos clandestinos de las casas. A escondidas, porque el trigo había que entregarlo obligatoriamente al Estado. Al aroma era difícil contenerlo entre las cuatro paredes y delataba a los panaderos furtivos.  Los nidales eran despensas de presentes ovalados que las gallinas anunciaban con su cacareo al medio día.  Se estaba a la espera y si no se les palpaba para comprobar si venía de camino. Las cartillas de racionamiento repartían lo que no había.
El rebusco, con permiso de los dueños, era una solución estacional que aliviaba estrecheces. Por esta zona de olivar y cereales los asideros para no perder el carro de la vida, del que muchos tempranamente se apearon, fueron espigas caídas al suelo en el bregar de la hoz del jornalero y aceitunas de terroso aceite, perdidas en las grietas del barbecho. Unas gotas para mojar en los exangües calderos. Y ahora que vengan diciendo los revisionistas de la historia que no era hambre, sino inapetencia y las cartillas, colecciones de cromos.
Si Antonio Molina bajaba cantando a la mina a trabajar en un oficio tan duro como el de barrenero, los demás no iban a ser menos y les echaban agallas a sus duras condiciones. La copla ayudaba a sobrellevar penurias.
La necesidad obliga y aguza el ingenio. El ‘Cano de los peces’ traía la mercancía en una cesta de mimbre atada al portamaletas de la bicicleta. Peces del río Viar, capturados con las artes que, aunque estaban prohibidas, se arriesgaban a practicar con la astucia y la cautela del que se siente perseguido.  El garlito era una de las más utilizadas.  Artilugio de juncos entretejidos que se dejaba durante el día o la noche en un ‘correntón’ estrecho, que era paso obligado para los peces y del que no podían salir los que caían en él. De ahí el dicho de ‘caer en el garlito’, cuando alguien mediante engaño cae en la trampa que le han tendido.
 Después de recorrer más de treinta kilómetros llegaba con la cara abrasada por el sol y el viento, haciendo límite en su frente el ala del sombrero.  Los voceaba por las calles y vendía los que podía. ¡Y  hay quienes dicen que el pescado es caro!

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