Para José Antonio, Luisa y Manolo, descendientes de los últimos dueños del cine.
El salón del cine tenía sillas de enea, un suelo todo a la misma altura de baldosas rojas y un techo recubierto de sacos para evitar los ecos y mejorar la audición.
El abundante humo de tabaco, los chasquidos continuos de pipas y la voz de gaseosas a peseta del vendedor acompañaban la proyección de cualquier película. Cuando alguien salía para utilizar los servicios que estaban en el exterior una bocanada de aire fresco entraba en el salón.
Los domingos y días de fiesta eran por lo general los días de función. Si el día era de los gordos de fiesta las entradas eran numeradas; si no, un abrigo o dos extendidos sobre las sillas servían de reserva. La película empezaba después de que lo anunciasen tres toques de timbre que eran coreados por toda la chiquillería:” ¡una, dos, tres!”
Los que empezaban a fumar aprovechaban la oscuridad para hacerlo a escondidas con golpes de tos incluidos o algún mareo por hacer varias “p”, Esto de hacer la “p” era tragarse el humo, mientras más hondo llegase y más tardase en salir más experiencia demostraban.
No era infrecuente que la proyección se interrumpiese por algún corte inoportuno y que nuestras miradas de niños al buscar el agujerito por donde salía la imagen descubriese las rosetas encarnadas de algunos pómulos que delataban, además del ambiente cargado, el juego amoroso de los novios, que poco les importaba a ellos la película de turno.
Si nos aburríamos durante la sesión nos entreteníamos mirando el chorro cónico de niebla blanca que iba desde la cabina a la pantalla y por donde pululaban pequeñas partículas flotantes.
En los descansos los altavoces sonaban estridentemente con canciones como “¡Ay campanera” o “Cuando yo era un chavalillo que apenas sabía fumar”. Se aprovechaba para preguntar a los amigos si habían cogido el hilo. Recuerdo que en cierta ocasión le pregunté a un amigote de esos mayores, que estaba detrás con su novia, si lo había cogido y me respondió que él no, pero su novia había cogido el hilo y el ovillo entero.
Si alguna escena escabrosa para la moral de la época levantaba silbidos del respetable o gritos más o menos groseros por parte de los gamberros, el acomodador acudía con su linterna alumbrando las caras de los que creía culpables del alboroto. Como última instancia, D. José el cura, que era coparticipe en la propiedad del cine, mandaba encender las luces y en medio del pasillo intentaba calmar los ánimos.
Poco tiempo después D. José se salió de la empresa y empezó a poner las calificaciones morales en la ventana de la Acción Católica: 1, para todos los públicos, 2, menores acompañados, 3, mayores, 3R mayores con reparos y 4, gravemente peligrosas.
Al final de la función con los ojos irritados por el humo, la cara ardiendo y los pies como témpanos, salíamos a la calle tapándonos la boca con un pañuelo para que el frío de la noche no nos resfriara.