Publicado el viernes día 11 de marzo en el periódico HOY, sección Raíces.
Los domingos, al cine. El salón tenía sillas de enea, suelo de baldosas rojas y techo de sacos de arpillera para evitar los ecos.
Una película infantil por la tarde de Jaimito, Charlot, el Gordo y el Flaco o alguna de indios en las que siempre ganaban los mismos. Por la noche, una para los mayores. Si el día era de fiesta importante las entradas eran numeradas. Si no, un abrigo echado sobre las sillas servía de reserva.
Existía una valoración moral, más atenta al sexo que a la violencia. Calificaba las películas con números y letras. La parroquia disponía de un fichero donde constaba una breve reseña con el argumento y la calificación. Se colocaba esta en el cancel de la iglesia o en la ventana de la Acción Católica. Casos hubo que, en ausencia de ficha y por tanto de información, nos preguntaba el cura sobre las escenas que se veían en las carteleras y según esa referencia y lo que pudiera deducirse del título adjudicaba el número correspondiente.
El uno, tolerada para todos los públicos. El dos, para jóvenes de catorce a veintiún años. El tres, para mayores.Tres R, para mayores con reparos y el 4 para nadie porque eran gravemente peligrosas.
En el salón del cine se fumaba a discreción, se comían pipas cuyos chasquidos acompañaban toda la proyección y por el pasillo paseaba el vendedor de refrescos vendiendo gaseosas a peseta.
La película empezaba después de que lo anunciasen tres toques de timbre coreados por toda la chiquillería: ¡Uno, dos y tres!
En el intermedio los altavoces animaban la espera con grabaciones de La Paquera cantando por bulerías, “Maldigo tus ojos verdes”, “Campanera” o con Manolo Escobar interpretando “Cuando yo era un chavalillo que apenas sabía fumar…”
Precisamente los que empezaban a iniciarse en el vicio aprovechaban la oscuridad para hacerlo a escondidas de los mayores.
Yo, si me aburría la película, me entretenía mirando el chorro cónico de luz que iba desde el agujero de la cabina a la pantalla, por cuyo haz pululaban infinidad de partículas flotantes entre el humo de los cigarros.
A veces la proyección se interrumpía por algún corte inoportuno y entonces encendían inesperadamente las luces. Mirábamos hacia atrás buscando una explicación a la interrupción y lo que nos encontrábamos eran las rosetas encarnadas en los pómulos de las parejas de novios que buscaban las filas y rincones de atrás para sus querencias.
Si en algunas escenas de la película los protagonistas se besaban o se daban algún achuchón ciertos mozos, sin desbastar aún sus impulsos reprimidos, silbaban o jaleaban. Acudía entonces el acomodador con su linterna alumbrando las caras de los que creía culpables del alboroto, que se solían cohibir al verse señalados por luz tan cegadora en medio de la oscuridad y negaban la autoría del revuelo.
Finalizada la película nos dirigíamos a nuestras casas cumpliendo una norma de prevención sanitaria: nos tapábamos la boca con el pañuelo para evitar que el relente de la noche nos afectara la garganta.