Que el casado casa quiere ha sido y es una aspiración no satisfecha para muchas parejas. Este refrán, acrisolado por las experiencias que otros han vivido, aconseja apartarse del tronco familiar para emprender la aventura del matrimonio sin interferencias.
Pero no siempre se dispone de los medios económicos necesarios para adquirir y mantener una vivienda. La solución pasajera, que en muchos casos se hizo permanente, era irse a vivir a la de los padres de la mujer. Se comprueba así qué rama pierde un hijo y cuál lo gana.
A los desposados se les reservaba una habitación para su uso exclusivo. Era su ámbito más privado e íntimo. Tálamo, confidencias, caricias y reproches incluidos. Todo sin levantar la voz ni formar mucho jaleo. ‘¡Qué van a pensar mis padres!’
Las demás dependencias eran de uso compartido. Una situación compleja que había que llevar con tacto, comprensión y cesiones por parte de todos. También, en algunos casos, hermanos solteros y abuelos.
No estoy hablando del Neolítico, sino de tiempos muy recientes.
En las habitaciones reservadas instalaban los nuevos cónyuges sus imprescindibles pertenencias. Era lo que se llama el cuarto. Había costumbre de invitar a amigas, vecinas y parientes para enseñárselo en las vísperas del enlace, junto con el ajuar que aportaba la novia. Los invitados al visionado se deshacían en elogios.
La confección del ajuar era una labor de tiempo, de cariño y de primores. Antes incluso de tener novio las madres y las abuelas comenzaban a hacérselo a las mocitas: sábanas bordadas con vainicas en el dobladillo, mantelerías, toallas, servilletas, todas con sus iniciales. Les ayudaban también en esta labor tías y hermanas y hasta algunas vecinas de más confianza.
No había mucho dinero, pero sobraban arte y trabajo. Todo lo que se hacía se guardaba en el arcón hasta que llegara el momento.
De cómo resultara después la convivencia de los esposos con el resto de la familia, habría, como en botica, de todo. Unos cuentan maravillas y dicen que nunca existieron problemas. Algunos relatan que se producían roces porque todas las rosas tienen espinas. Otros callan y suspiran. Los trapos sucios, si los hubo, se lavaban en casa.
¡Qué habilidad muestran ciertas personas para evitar que el humo salga de la casa si se produce fuego dentro! Otros, más expansivos y dicharacheros, relataban incidencias y anécdotas que hablan por sí solas.
El vino abre las puertas del corazón y suelta la lengua. Ya se sabe que de la abundancia de aquel habla esta. Un veterano y observador tabernero, acostumbrado a oír de todo en el confesonario que es la barra de un bar a altas horas de la noche, exclamaba ante afirmaciones comprometedoras: ‘¡Lo que tapan las tejas¡’.
Entre las anécdotas está la del yerno que da las buenas noches cuando llega tarde y el suegro contesta con gesto adusto: ‘¡Regulares!’
O la de la suegra que desde la cama lanza un berrido cuando ya entrada la madrugada sigue la televisión encendida. ‘¿Esta noche no nos acostamos?’
Esto sucedía siendo las relaciones medianamente soportables, sin llegar al extremo que describe Francisco Martínez de la Rosa en aquel famoso epitafio: ‘Yace aquí un mal matrimonio, /dos cuñadas, suegra y yerno…/No falta sino el demonio para estar junto el infierno.’