Las cuatro esquinas eran el mentidero donde los hombres se reunían al anochecido, hora de dos luces, la natural que se iba desleída en el crepúsculo y la artificial que traía el palo largo del electricista. Charlaban y fumaban en corrillos de los acontecimientos del día y miraban el trasiego de mujeres que iban al rezo. En un rincón del cruce de calles estaba la sala de billar, crisálida donde maduramos la pavera de rubores inoportunos y escondíamos nuestra timidez.
Cada pueblo tiene un lugar donde los muchachos que ya no son niños ni han llegado a adultos se reúnen como golondrinas en los cables para ensayar el vuelo de la adolescencia.
Al salón solo entraban los varones, previa comprobación a ojo de buen cubero de la edad por parte de las hermanas del regente. El suelo era de baldosas que en su día fueron rojas. La única iluminación la proporcionaba una bombilla escasa de vatios sobre la mesa de juego con un reflector circular de porcelana picado de manchitas negras. Los jugadores teníamos que calcular la trayectoria de las bolas teniendo en cuenta sus abolladuras y los costurones que tenía el viejo paño. El mobiliario, escaso: unas pocas sillas de anea, un pequeño mostrador de madera al fondo y una mesita redonda con tapete desgastado y ralas enagüillas cerca de la ventana. Ahí los más madrugadores se arracimaban en invierno al calor del brasero junto al dueño, que nos entretenía con sus relatos llenos de fantasía e invenciones. Aumentaban estas según avanzaba la noche y las libaciones.
Su afición al morapio hacía veredas de la mesa al cuartillo que estaba detrás del mostrador donde escondía el vino que escanciaba en el gaznate con la asiduidad que le permitían la charla y el control de los juegos. Frase para nuestra pequeña historia era aquella que anunciaba el fin del tiempo de las partidas: “tirando Fulano tres veces sin ésta…”
Ernest Descals
El juego principal eran las carambolas. En algunas tiradas estorbaba la columna de hierro que sostenía la techumbre y había que acomodar postura para sortearla, haciendo lo que en el argot se conoce como un lujo: pasar el taco por detrás de la espalda a guisa de capote de lidia en el toreo por gaoneras.
Otro juego frecuente eran las cuarenta y una. De una liara cónica forrada en cuero sacaba el gerente tras impúdico meneo una bola para cada jugador. Estaban numeradas del uno al diecisiete y se guardaban en un casillero sin que los compañeros supiesen el número de los demás. Ganaba quien primero conseguía anotar cuarenta y un tantos exactos, descontando el número de la bola guardada. Para ello había que tirar figuritas de marfil repartidas por la mesa. Hacer la real consistía en derribar de una tacada todas las colocadas en el centro. El habilidoso jugador se llevaba el premio pecuniario que habíamos aportado cada uno de los jugadores, descontado el corretaje de la casa.
Allí pasamos muchas noches consumiendo tiempo, pipas y conversación. Después de ese ciclo de metamorfosis puberal nuevas inquietudes y sentimientos llamaban a nuestro cuerpo y a nuestro corazón. Nos disponíamos a iniciar el vuelo del cortejo por otros locales con noches de blanco satén y discos de vinilo en los guateques.