El billar

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Jhon Alexis Núñez
Las cuatro esquinas  eran el mentidero donde los hombres se reunían al anochecido, hora de dos luces, la natural que se iba desleída en el crepúsculo y la artificial  que traía el palo largo del electricista. Charlaban y fumaban  en corrillos de los acontecimientos del día  y  miraban  el trasiego de mujeres que iban al rezo.   En un rincón del cruce de calles estaba la sala de billar,   crisálida  donde maduramos  la pavera de rubores inoportunos y escondíamos nuestra timidez.
Cada pueblo tiene un lugar  donde los muchachos que ya no son niños ni han llegado a adultos se reúnen  como golondrinas en los cables para ensayar  el vuelo de la adolescencia.
Al salón solo entraban los varones, previa comprobación a ojo de buen cubero de la edad por parte de las hermanas del regente. El suelo era  de baldosas que en su día fueron rojas. La única iluminación la proporcionaba  una bombilla escasa de vatios sobre la mesa de  juego con un reflector circular  de porcelana picado de manchitas negras. Los jugadores teníamos que calcular la trayectoria de las bolas teniendo en cuenta sus abolladuras y los costurones que tenía el viejo paño.  El mobiliario,  escaso: unas pocas sillas de anea, un pequeño mostrador de madera al fondo y  una mesita redonda con tapete desgastado  y ralas enagüillas cerca de la  ventana. Ahí los más madrugadores se arracimaban en invierno al calor del brasero junto al dueño, que  nos entretenía con sus relatos  llenos  de fantasía e invenciones. Aumentaban estas según avanzaba la noche y las libaciones.
 Su  afición al morapio hacía veredas de la mesa al  cuartillo que estaba detrás del mostrador donde escondía el vino que escanciaba en el gaznate con la asiduidad que le permitían la charla y el control de los juegos. Frase para nuestra pequeña historia era aquella que anunciaba el fin del tiempo de las partidas: “tirando Fulano tres veces sin ésta…”
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Ernest Descals
El juego principal  eran las carambolas. En algunas tiradas estorbaba la columna de hierro  que sostenía la techumbre  y había que   acomodar postura  para sortearla, haciendo lo que en el argot se conoce como un lujo: pasar el taco por detrás de la espalda  a guisa de capote de lidia en el toreo  por gaoneras.
Otro juego frecuente eran las cuarenta y una. De una  liara cónica forrada en cuero sacaba el gerente  tras impúdico meneo una bola  para  cada jugador. Estaban  numeradas del uno al diecisiete y se guardaban en un casillero  sin que los compañeros supiesen el número de los demás.  Ganaba quien primero conseguía anotar cuarenta y un tantos exactos, descontando el número de la bola guardada. Para ello había que tirar figuritas de marfil repartidas por la mesa.    Hacer la real consistía en derribar de una tacada todas las  colocadas en el  centro. El habilidoso jugador se llevaba el premio pecuniario que habíamos aportado cada uno de los jugadores,  descontado el corretaje de la casa.
Allí pasamos muchas noches consumiendo tiempo, pipas y conversación.  Después de ese  ciclo de metamorfosis puberal  nuevas inquietudes y sentimientos llamaban a nuestro cuerpo y a nuestro corazón. Nos disponíamos a iniciar el vuelo del cortejo por  otros locales  con  noches de blanco  satén y discos de vinilo  en los guateques.

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