“El amor nace del deseo repentino de hacer eterno lo pasajero”, escribió don Ramón Gómez de la Serna, y se suele testimoniar cuando está en su cenit con regalos y símbolos para que quede constancia de que Cupido unió dos corazones con las flechas de su aljaba
Pero el dios del amor lleva los ojos vendados y no asegura la permanencia de la pasión. Llega el desamor y los regalos se tornan huéspedes incómodos. Unos se tiran: “el clavel que me diste lo tiré al pozo…” y de otros se pide su devolución: “devuélveme el rosario de mi madre…”
“Es tan corto el amor y tan largo el olvido”, (Pablo Neruda). Tan corto que algunos símbolos de la promesa ya caduca perduran más, como el tatuaje en la piel o el candado atado a un puente. Son como las estrellas que vemos brillar mucho tiempo después de haberse apagado.
Quevedo pudo ser el precursor involuntario de esta moda: “el amor es una libertad encarcelada”, porque el amor, liviano de peso y tornadizo, sólo encarcela mientras dura. Lo que queda preso es el símbolo del juramento o la promesa.
En lugar tan romántico como el Pont des Arts sobre el Sena parisiense el peso de los candados puede tumbar sus barandillas. Si no hubiesen tirado las llaves al fondo del río, seguro que el peso sería más soportable.