Ya no ponen eras en el ejido, que apellidan ‘patinero’, no de patín, sino de pato. En otros municipios existen los carneriles, de carneros. Cada familia por tradición tenía su lugar reservado de un año para otro. Quedaron veredas de ir a por agua a la fuente, convertidas después en caminos por máquinas. No pasan niños al atardecer con su trozo de pan y jícara de chocolate para que los monten en los trillos, ni se escuchan los cantes de trilla. Los vecinos que tenían puertas falsas dando al poniente soltaban sus gallinas para que se dieran el festín cuando acababan las eras. Algunas personas también recogían el poco grano sobrante.
En las tardes de primavera y otoño nos sacaban los maestros a los niños de la escuela de paseo.
El diccionario de la RAE define ejido como “campo común de un pueblo, lindante con él, que no se labra y donde suelen reunirse los ganados o establecerse las eras”.
Sebastián de Covarrubias, en su obra ‘Tesoro de la lengua castellana o española’ (siglo XVII), como “campo que está a la salida de un lugar que no se planta ni se labra porque es de común para adorno del lugar y desenfado de los vecinos del y para descargar sus mieses y hacer sus parvas”.
Casi todas las fincas reservadas por la Orden de Santiago para el aprovechamiento comunal fueron perdiendo a lo largo de la historia su carácter vecinal y pasaron a los ayuntamientos como bienes propios para equilibrar sus presupuestos deficitarios. Las instituciones municipales cedían los usufructos de su patrimonio a cambio del pago de unos cánones.
Las ventas y apropiaciones ilegales mermaron sus superficies. Las desamortizaciones acabaron por reducirlos a lo que tenemos actualmente. Hubo litigios entre el Honrado Concejo de la Mesta que llegaba a estas tierras con la trashumancia y los propietarios naturales de la zona. Y unos y otros con los del último eslabón de la cadena, los menos favorecidos, que aspiraban a participar en el reparto de las tierras comunales.
La dehesa boyal, tampoco quedan bueyes, está allende los límites del ejido. Esas sí son tierras de labranza y están repartidas por lotes entre los naturales.
En tiempos lejanos había un hombre que pasaba por las calles del pueblo recogiendo los animales. Por aquí pastaban. Al regreso cada animal corría hacia su casa al pasar por su calle. Sabían muy bien donde tenía que meterse cada uno.
Existía un muladar para los animales muertos. En el cielo los buitres trazaban círculos hasta que bajaban al banquete. Los ganaderos tenían un sitio destinado para sus estercoleros.
He subido a un otero desde el que se divisa gran parte del ejido de mi pueblo. Las estaciones de un viacrucis de cruces blancas lo recorren hasta aquí, a semejanza del Calvario, donde estoy esta tarde veraniega de julio recordando lo que fue y contemplando lo que queda.