Dobles de campanas

 

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(Mi columna Raíces en el  periódico HOY  ayer 30-10 2015)

Los  dobles de campanas  empezaban  la tarde de Todos los Santos y continuaban durante  todo el  día de los Difuntos.  Unas jornadas antes el sacristán y un par de monaguillos habían recorrido las calles del pueblo recolectando viandas  por las casas.  Iban vestidos con roquetes y  acompañaban  su peregrinaje con una gran sera de esparto y con el toque de una campanilla,  la misma que blandían cuando iban con el cura llevando el viático a los  enfermos.  Con lo que les daban tenían para pasar la noche y el día sobrados de yantares  en el  campanario. Hacían  migas y no faltaba el vinillo que ayudaba a soportar  la vigilia mientras el pueblo intentaba conciliar el sueño bajo las sonoras sábanas de bronce que las campanas extendían sobre los tejados.

Tendría  yo siete u ocho años cuando me llevó mi padre por primera vez  a visitar el  cementerio, como es tradición en estas fechas.  Era una tarde muy  fría y  muy azul, de ese azul nítido  que da el aire del norte.

La mayoría de las personas regresaban ya a casa después de haber visitado las tumbas de sus familiares por el camino en cuyas cunetas crecen los hinojos. 

 Cuando llegamos al camposanto  quedaban ya pocos visitantes. Unos estaban  parados  en silencio delante de algún nicho  y otros paseaban lentamente viendo lápidas.

Con mi edad no tenía aún clara la trascendencia  de la muerte, pero aquella tarde intuí la desolación y el vacío que debía producir la ausencia definitiva de quienes has querido.  Un hombre ya mayor, vestido de negro y con la cabeza descubierta de su mascota,  que   sostenía entre sus manos, rezaba ¿o tal vez hablaba con alguien? estático y  levemente inclinado  ante una tumba.   Su  calva blanca  contrastaba con el resto de su cara  morena curtida   por el sol  y por los vientos en su trabajo campesino a la intemperie. Yo, que lo que quería era seguir andando para ver todas las cosas, tiraba de la mano de mi padre cada vez que se detenía, pero esta vez me detuve sorprendido al observar  a este señor.  Nunca había visto llorar a un hombre ¡Qué profunda impresión y pena me produjo esta imagen en el silencio del cementerio, cuando ya los restos dorados de un débil sol escalaban   los vértices de los cipreses!

De regreso a casa  no corrí, ni salté, ni cogí hinojos de las cunetas. Bajé sin soltarme de la mano de mi padre y  sin hablar.  Oscurecía y un frío  de finos cristales se metía cortante  entre la ropa.

Llegaban desde el pueblo los ecos desmayados de los dobles  de las campanas, que se posaban  en los pliegues del anochecido como las  alondras en los barbechos.

 En la torre destacaba la luz de la candela.  Las  siluetas de los que estaban allí eran  arrojadas una y otra vez contra las paredes rojas del campanario, impulsadas por el movimiento caprichoso de las llamas. Aquella noche me acosté hecho un ovillo de dudas, cavilando con mi fantasioso razonamiento infantil, sobre el destino de los muertos.

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