Dictadura

Hablando con un amigo cuando hacíamos el servicio militar en el año 1974 se extrañó de que yo no conociese a ciertos escritores y filósofos que habían incidido significativamente en las corrientes de pensamiento en boga por entonces.  El tsunami del mayo del 68 francés se notó en algunas universidades españolas que ya estaban de por sí bastante agitadas. Él procedía de ese ambiente universitario concienciado y reivindicativo.
Al año siguiente, paseando por el patio de recreo de un colegio de Málaga con un colega, me dio sorpresivamente un codazo y me dijo: “¡Vete, vete, aléjate!”. Asustado por tan inesperada orden miré hacia arriba y me puse las manos en la cabeza, temiendo la caída de algún artefacto.  Después me explicó que la policía desde un coche aparcado cerca de la valla exterior lo estaba vigilando por sus actividades políticas ilegales. Estos son dos casos de personas de mi edad que mostraban inquietudes políticas heterodoxas, pero la mayoría estábamos ajenos y poco preparados en este sentido, la verdad sea dicha.    
Varias generaciones nacimos y crecimos en la dictadura surgida tras la guerra civil. Cantamos el ‘Cara al sol’ en las escuelas, bailamos con los coros y danzas de las cátedras ambulantes de la Sección Femenina, hicimos campamentos organizados por el Frente de Juventudes y en los centros de enseñanza confeccionamos murales alusivos a la ideología, efemérides y personajes del régimen.
Era lo que había y así fuimos uniformados. No conocíamos otra forma diferente de organización social para poder comparar. El sistema educativo y los medios de comunicación se encargaban de ello. La mayoría, con más o menos agrado, acatamos las normas imperantes sin que el entusiasmo nos condujera a Dios por el Imperio ni las protestas nos llevaran al Tribunal de Orden Público.  Y el que esté libre de culpas que tire la primera piedra.
No obstante, hubo quienes se opusieron abiertamente a la dictadura y lo pagaron con cárcel y represalias. Reconocimiento a los que fueron consecuentes con sus ideas y las defendieron dignamente.
La democracia impuesta fue calificada como orgánica. A las Cortes Españolas accedían miembros natos por razón de su cargo, otros elegidos por las corporaciones más representativas, como los municipios, y los designados directamente por Franco ‘entre las personas más sobresalientes dentro de las jerarquías eclesiástica, militar, administrativa o social’.  En 1967 se introduce la elección de dos representantes por provincia. Es el llamado tercio familiar. Así quedaban resumidos y compendiados los tres ramales: familia, municipio y sindicatos, que según el régimen eran los cauces naturales de participación en la vida pública. No había sufragio universal y la mayoría de edad se alcanzaba a los veintiún años.  Hasta noviembre de 1978 no se baja a dieciocho.
Las leyes importantes eran aprobadas por aclamación con los procuradores puestos en pie aplaudiendo con entusiasmo. Los enemigos del régimen y por lo tanto de España, por esa identificación que suele hacerse entre la patria y la propia ideología, eran calificados como marxistas, masones y organizadores de contubernios judeo-masónicos.
Murió Franco y llegó Jarcha.  Cada cual optó por lo que creyó conveniente, sin faltar algunos que arrimaron el pecho cuando ya la situación sobrepasaba los cuartos traseros para obtener así credencial de demócratas viejos.
 De aquella transición que ilusionó a hoy hay un abismo que da vértigo.

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