Diarios

Entre los viejos libros de texto encontré una agenda de mis tiempos de estudiante en la que tuve la ocurrencia y la osadía de escribir mis impresiones, mis alegrías y mis tristezas. Un diario donde intenté reflejar lo más significativo que me ocurría cada día.
Lo redactaba con un lenguaje casi en clave por temor a que cayera en manos de alguien y descubriera los pensamientos e interioridades que con tanto cuidado preservaba.  Lo que escribía iba dirigido solo a una persona, que era yo. Como mucho a ese complementario que decía Machado, que siempre va conmigo. Por eso lo hacía sin tapujos, miramientos ni barreras.
Al leerlo muchos años después, como estoy haciendo ahora, cuando el último sol de la tarde se posa sobre sus páginas y añade amarillez a la que el tiempo depositó en ellas lentamente, me asombra lo que entonces pasaba por mi cabeza y sentía mi corazón. La importancia que le daba a algunos sucesos que hoy solo me producen una sonrisa. Escribió Franz Kafka que “una de las ventajas de llevar un diario es que uno se da cuenta con tranquilizadora claridad de los cambios que se sufren constantemente”
Aquí están recogidos los enfados con algunos amigos y los ritos para recuperar las relaciones de amistad perdida. Lo que llamábamos ponerse bien. Una discusión acalorada era motivo para que nos mandáramos unos a otros más allá de donde se pone el sol y pronunciáramos la frase de ruptura: ‘A mí no me hables más’. En ese estado de interrupción de trato, si queríamos que se enterase de algo nos dirigíamos a los demás mirándole a él con el rabillo del ojo. Para restablecer la amistad rota un amigo común servía de enlace.  Que dice Juan que digas ‘rosa’. Si lo decías, el otro respondía ‘clavel’. Nos dábamos la mano y enfado concluido.
Al hilo de este tema recuerdo la forma que teníamos de establecer un pacto de parentesco para siempre. Veíamos en algunas películas que los amigos que decidían apoyarse y defenderse mutuamente sellaban su compromiso haciéndose una herida en la muñeca y las juntaban para mezclar su sangre. Nosotros éramos más prácticos y evitábamos dolor y posibles contagios. Orinábamos en el mismo sitio y al terminar decíamos: ¡Ya somos primos! Un parentesco que duraba lo que las chorradas tardaban en evaporarse.
El diario era como un drenaje de tinta del corazón al papel. Aliviaba la presión y los sinsabores de todo el día. Un confidente que calmaba el disgusto que producía una mala calificación en los estudios o el desaire doloroso de un compañero. También quedó reflejado el halago de algún profesor, aunque no se prodigaban mucho en ellos, cuando deberían saber que motiva más una frase de ánimo que cien de reprimendas.
Muchos años después fui descubriendo que esta forma de expresarse a través de los diarios fue una modalidad literaria que utilizaron muchos escritores. El primero del que tuve noticias fue el de Ana Frank, testimonio cruel de la barbarie. Otros me impresionaron por impulsivos, espontáneos y escandalosos, como los de Anaïs de Nin.
Según la investigadora Gillie Bolton, escribir un diario, entre otras ventajas, “aumenta la confianza en uno mismo y permite explorar áreas cognitivas y emocionales que no siempre son accesibles”. Quizás no estaría mal retomarlos.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.